lunes, 10 de junio de 2013

RESTAURANTE DEL PARADOR NACIONAL DE TURISMO DE CARMONA. CARMONA (SEVILLA)

Peculiaridades geográficas de los páramos y sus aledaños.

Cosas asombrosas suceden al adentrarse uno en los páramos. En los territorios de lo inerte y lo desesperante, donde fulgores precocinados fuerzan la serenidad y el luto, donde piedras sin definición adornan a mordiscos los templos. Mares sin forma, sudados desde el impresionante descaro, están preñados de bulos y falacias, están ebrios de su propia digestión. Son tristes y sin embargo iluminan, cosas asombrosas en los páramos, deslumbran, luminarias grotescas manchando con insolaciones, un carrusel resbalado en absurdos e innecesarios torrentes de protagonismo. Dejan boquiabiertos, maravillan idiotizantes, arrebatan  y redefinen los esquemas si les dejan. La pervivencia vaga y arrogante en la erótica del poder, la renta vitalicia para los niños de papá que pueblan las esferas. Otra anécdota de los páramos: la distorsión sensorial de la jerarquía. Los amos del cotarro que huelen con el tacto más ordinario, no son capaces de utilizar los oídos, y se alimentan de los préstamos de una geografía virtuosa. Cosas asombrosas, sí, cosas increíbles.

El hecho de que El Parador nacional de turismo de Carmona se localice en una incontestable altura histórica y conceptual, no impide, lamentablemente, que su propio restaurante lo haga en los peligrosos términos de los páramos, allí donde coquetea, con más osadía que lamento, con la envenenada flora de sus extensas afueras. Quizás eluda tributar en su centro arterial o quizás evite la burla de caminar sus vértebras de oficio, pero la vocación se lleva esculpida y nada impide, al final, el magnetismo de la tierra estéril y del plástico look de capirote y cruz roja, sambenito de pasarela, avenida y boulevard. El restaurante del Parador de Carmona se insinúa a los sentidos visitantes, sin silencios, como una fulana llena de complejos y se arroja protegido, relajado y comodón bajo las delicadas faldas de una madre monumental. Pero ya se sabe lo que nace del trauma y de la mala crianza: críos de anuncio de El Corte Inglés y campamento del Opus, púberes repelentes y quejicas y, a saber, un niñateo sabihondo y relamido que dura hasta la tumba. Seamos amables, quizás no sea el caso, pero, en fin, es lo que tiene vivir tan cerca del tufo a trola, que a veces uno se cree un fénix rampante y termina pareciendo un parásito con luces de navidad en las alas.

 El contexto que abriga al objeto de nuestra experiencia es, sin embargo, insoportablemente perfecto. Carmona, una invención milenaria, bombón patrimonial, casa de magias e imaginaciones, vértice de vibraciones en el subterráneo. El propio Parador, enclavado en el Alcázar del Rey Don Pedro, un palacio fortaleza coronando la campiña sevillana, un faro a los pies del primer océano terrestre en la noche, un final a la filigrana de calles dibujada con precisión por la ciudad. Todo promete una experiencia gastronómica memorable, pero… como tantas veces, nos hemos de satisfacer con la promesa.

Bien, al umbral del restaurante se llega por varios caminos. El camino del turista guiri acomodado, que conduce directamente al aprobado por exotismo. El camino del turista nacional acomodado, que conduce directamente al aprobado por apariencia. El camino de la parejita de luna de miel o similares, que conduce al aprobado por defecto (todo es maravilloso incluso la cucaracha en los baños de aquella puta tasca, incluso aquel señor que te robó a punta de navaja). Y por fin, el camino del hijo de vecino que se limita a la cafetería y sin embargo (joder, qué caro), y los caminos del ejército de gente un pelín más ambiciosa (foodies, aventureros, críticos de periódico o de mentira, como yo), que conducen a un mismo lugar de varias maneras. El lugar: la decepción. Las maneras: desde una mala cara, hasta una hoja de reclamaciones, pasando por un “la próxima vez te compra tu santa progenitora”.

Amigo novato, obvia el lienzo tras la ventana, piensa que las paredes colosales no fueron levantadas por el gerente del restaurante, recuerda que un día pisó estos dominios el bueno de Carlos V, o los campechanos Reyes Católicos y por tanto ten en cuenta el valor per se del emplazamiento, con habitaciones para turistas y fogones ortopédicos o sin ellos, y tras ese esfuerzo, mira la carta y elige alguna de las opciones.

Mi pedido: Un menú degustación de 5 platos, dos copas de vino y un café.





. Aperitivo por cuenta de la casa. Dos boquerones en adobo sobre hojas de endivias. 
Yo no le suelo mirar la dentadura  al caballo que me regalan, lo que sí miro es esa hoja de algo indefinido, que separa las dos unidades, con menos color que un limón amarrado al Sahara y aspecto de llevar existiendo más tiempo que el Alcázar. Sabor por los pelos. Incluso yo podría hacer un canapé tan “sofisticado”, el adobo se cayó sobre la ensalada y EUREKA.





. Primer plato. Dúo de sopas frías (gazpacho y ajoblanco) en vaso de chupito.
Bueno, aceptemos que para el chef, el mundo “vaso de chupito” es el añadido de vanguardia. Eso en mi pueblo es un vaso de té comprado en Chaouen, de vacaciones, pero aceptamos barco. Aceptamos también el pinchito de cherry y uva (Dios, este tipo es un visionario). El problema está en que si el gazpacho es plano (mi madre hace gazpachos 3 vidas más ricos que ese… bueno y que el de Ferrán Adriá, no vale, ya lo sé), y el ajoblanco está salado hasta la molestia, la tontería del pincho y el vaso de chupito dejan de tener gracia. Oh no, y otra vez el mutante vegetal está ahí.





. Segundo plato. Espinacas salteadas con gambas al vinagre balsámico.
La cantidad de sal en exceso que le echaron al ajoblanco es la cantidad de sal que le falta a las espinacas para ser presentables. Para regalar al plato el calificativo de aburrido, se necesita, primero, coger el salero y llenar el verde. Lo siguiente es un vestidito de gambas cocinadas pero con la cáscara, como diciendo “mira qué frescas y caras son las gambas que os servimos, palurdos que no sabéis ni dónde está Isla Cristina”. Patología recurrente en el restaurante: subestimar a la clientela. Los ingredientes se dan la espalda por completo, la salsa de balsámico enmarrona con dulzores facilones, no hay unidad, sólo una suma deficiente. Terminas considerando la posibilidad de que el chef no haya comido unas espinacas en su vida.





. Tercer plato. Bacalao confitado al romero con puré de yuca.
El plato de pescado es el más redondo de todos. Una pega: es un plato que solicité a la carta, al comentarme el camarero que no les quedaba merluza. Y no quiero ser malpensado pero me da a mí que otro gallo hubiese cantado con la merluza. Rico, sabroso, un bacalao de 20 euros, qué menos que esté rico. Puré de yuca como podría ser puré de patata sin más. Un resultado lejos del sobresaliente, aunque resultón. Por cierto, no sé si ha quedado claro, las espinacas para tirárselas a la cara al chef.






. Cuarto plato. Cochinillo asado y deshuesado en su jugo.
Resultado mediocre lejano de cumplir las expectativas. Carne dependiente en sabor, parece pedir, “embadúrname en la salsa con la que vengo, por favor”. Por cierto, si la salsa que acompaña a la carne es el jugo del propio cochinillo significa que el cochinillo ha sido alimentado a base de bechamel. Patatas panaderas y medio tomate a la plancha con habitaciones reservadas sin sentido,  para eso, no me engañes y ponme unas cuantas papas fritas y aceitosas y déjate de cuentos.






. Quinto plato. Biscuit helado de frutos secos con chocolate templado.
Cuando parecía que ya habíamos lamido suficientemente el suelo, nos llega la guinda del pastel, nunca mejor dicho. El final es lo peor del menú, un atentado para los golosos y los amantes de los postres. Por biscuit hablamos de tarta helada de la órbita de la comtessa. Por frutos secos se entiende turrón del cutre y por chocolate templado, ejem, ejem, por chocolate templado se me llena la cabeza de insultos. El postre es una broma de mal gusto, simplemente. No sé si otra opción hubiese mejorado el panorama, como por ejemplo el buffet de postres que se nos ofrecía por un precio de 8 euros y pico, bueno, qué digo, unos donettes de anteayer, habrían mejorado el panorama, dejémonos de amabilidades.

Pero no sólo de sabores se cimenta el desastre. El maitre despreocupado, torna su sonrisa impostada del principio en mutismo postrero, ni un “gracias, ¿todo bien?”, ni por supuesto una miserable explicación de los platos. La camarera torpe. El pan, rico pero escaso. Al menos dos buenos aceites con los que acompañar los momentos de pausa. Una carta de vinos ridículamente corta, en la que sólo manejan una referencia de blanco y otra de tinto, cuando pides por copa y no por botella. Anecdotaza: el camarero me sirve una copa de blanco, y tras beberla y pedir  un tinto, el tipo ni me cambia el vaso, es decir, me sirve el tinto sobre los restos del blanco. Despropósito.

Lo que le falta al restaurante del Parador de Carmona es cariño. Amor por lo que se hace. Más por falta de actitud que por falta de técnica, se estropea sin matices la experiencia. El aprobado sólo es comprensible desde la perspectiva del turista cansado o demasiado preocupado en aparentar. Después de un menú degustación de 40 euros más bebidas, uno tiene la sensación de haber pagado la novatada, más que de haber cenado en un lugar especial. Ninguno de los platos genera recuerdo, ninguno de los platos ni se acerca a un brillo que no sea el brillo embustero del artificio. La comida parece sacada de un cátering para pijos, las cantidades son desproporcionadas y las calidades son de restaurante de hotel playero con ínfulas, el sentido de los platos es inverosímil, no hay narrativa en el transcurrir de la degustación. El propio sentido del menú degustación parece adulterado para atrapar a los incautos que buscan sabores de autor, como si mañana prepararan un menú de navidad para seducir a la troupe de currelas y jefes borrachos del bufete de abogados de turno. Los precios están engordados a base de buenas vistas y una bonita decoración.

El restaurante del Parador de Carmona se aproxima en demasía a los páramos. Demasiadas expectativas como para fallar y demasiados aires como para comprender el fallo. El restaurante traiciona las excelentes primeras impresiones con desganas y mediocridades. Un espíritu pagado de sí mismo que impide disfrutar al ritmo e intensidad que cabría esperar.

Cocina insuficiente, trato muy mejorable y, eso sí, unas vistas impagables que pueden ser disfrutadas perfectamente con un sencillo cafelito, o incluso mejor, con un bocadillo de choped pork, a pocos metros del Alcázar.

Un menú degustación de 5 platos, 2 vinos y un café: 50 euros

Parador de Carmona. Alcazar del Rey Don Pedro s/n (Carmona, Sevilla)


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