Peculiaridades geográficas de los páramos y sus aledaños.
Cosas asombrosas suceden al adentrarse uno en los páramos. En los territorios de lo inerte y lo desesperante, donde fulgores precocinados fuerzan
la serenidad y el luto, donde piedras sin definición adornan a mordiscos los
templos. Mares sin forma, sudados desde
el impresionante descaro, están preñados de bulos y falacias, están ebrios de
su propia digestión. Son tristes y sin
embargo iluminan, cosas asombrosas en los páramos, deslumbran, luminarias grotescas manchando con insolaciones, un carrusel resbalado
en absurdos e innecesarios torrentes de protagonismo. Dejan boquiabiertos,
maravillan idiotizantes, arrebatan y
redefinen los esquemas si les dejan. La pervivencia vaga y arrogante en la erótica del poder, la renta vitalicia
para los niños de papá que pueblan las esferas. Otra anécdota de los páramos:
la distorsión sensorial de la jerarquía. Los amos del cotarro que huelen con el
tacto más ordinario, no son capaces de utilizar los oídos, y se alimentan de
los préstamos de una geografía virtuosa. Cosas asombrosas, sí, cosas increíbles.
El hecho de que El Parador nacional de turismo de Carmona se
localice en una incontestable altura histórica y conceptual, no impide, lamentablemente, que su propio restaurante lo
haga en los peligrosos términos de los páramos, allí donde coquetea, con más
osadía que lamento, con la envenenada flora de sus extensas afueras. Quizás
eluda tributar en su centro arterial o quizás evite la burla de caminar sus
vértebras de oficio, pero la vocación se lleva esculpida y nada impide, al
final, el magnetismo de la tierra estéril y del plástico look de capirote y
cruz roja, sambenito de pasarela, avenida y boulevard. El restaurante del Parador de Carmona se insinúa a los sentidos
visitantes, sin silencios, como una fulana llena de complejos y se arroja
protegido, relajado y comodón bajo las
delicadas faldas de una madre monumental. Pero ya se sabe lo que nace del
trauma y de la mala crianza: críos de anuncio de El Corte Inglés y campamento
del Opus, púberes repelentes y quejicas
y, a saber, un niñateo sabihondo y relamido que dura hasta la tumba. Seamos
amables, quizás no sea el caso, pero, en fin, es lo que tiene vivir tan cerca
del tufo a trola, que a veces uno se cree un fénix rampante y termina
pareciendo un parásito con luces de navidad en las alas.
El contexto que abriga
al objeto de nuestra experiencia es, sin embargo, insoportablemente perfecto.
Carmona, una invención milenaria, bombón patrimonial, casa de magias e
imaginaciones, vértice de vibraciones en el subterráneo. El propio Parador,
enclavado en el Alcázar del Rey Don Pedro, un palacio fortaleza coronando la
campiña sevillana, un faro a los pies del primer océano terrestre en la noche, un final a
la filigrana de calles dibujada con precisión por la ciudad. Todo promete una
experiencia gastronómica memorable, pero… como tantas veces, nos hemos de
satisfacer con la promesa.
Bien, al umbral del restaurante se llega por varios caminos.
El camino del turista guiri acomodado, que conduce directamente al aprobado por
exotismo. El camino del turista nacional acomodado, que conduce directamente al
aprobado por apariencia. El camino de la
parejita de luna de miel o similares, que conduce al aprobado por defecto (todo
es maravilloso incluso la cucaracha en los baños de aquella puta tasca, incluso
aquel señor que te robó a punta de navaja). Y por fin, el camino del hijo de
vecino que se limita a la cafetería y sin embargo (joder, qué caro), y los
caminos del ejército de gente un pelín más ambiciosa (foodies, aventureros, críticos de periódico o de mentira, como yo), que conducen a un mismo lugar de
varias maneras. El lugar: la decepción. Las maneras: desde una mala cara, hasta una hoja de reclamaciones,
pasando por un “la próxima vez te compra tu santa progenitora”.
Amigo novato, obvia el lienzo tras la ventana, piensa que
las paredes colosales no fueron levantadas por el gerente del restaurante,
recuerda que un día pisó estos dominios el bueno de Carlos V, o los campechanos
Reyes Católicos y por tanto ten en cuenta el valor per se del emplazamiento,
con habitaciones para turistas y fogones ortopédicos o sin ellos, y tras ese
esfuerzo, mira la carta y elige alguna de las opciones.
Mi pedido: Un menú degustación de 5 platos, dos copas de
vino y un café.
. Aperitivo por cuenta de la casa. Dos boquerones en adobo
sobre hojas de endivias.
Yo no le suelo mirar
la dentadura al caballo que me regalan,
lo que sí miro es esa hoja de algo indefinido, que separa las dos unidades, con
menos color que un limón amarrado al Sahara y aspecto de llevar existiendo más
tiempo que el Alcázar. Sabor por los pelos. Incluso yo podría hacer un canapé
tan “sofisticado”, el adobo se cayó sobre la ensalada y EUREKA.
. Primer plato. Dúo
de sopas frías (gazpacho y ajoblanco) en vaso de chupito.
Bueno, aceptemos que para el chef, el mundo “vaso de
chupito” es el añadido de vanguardia. Eso en mi pueblo es un vaso de té
comprado en Chaouen, de vacaciones, pero aceptamos barco. Aceptamos también el pinchito de cherry y uva (Dios, este tipo es un visionario). El problema está en que si el gazpacho es plano (mi madre hace gazpachos 3 vidas más ricos que ese… bueno y que el de Ferrán
Adriá, no vale, ya lo sé), y el ajoblanco está salado hasta la molestia, la
tontería del pincho y el vaso de chupito dejan de tener gracia. Oh no, y otra vez el mutante
vegetal está ahí.
. Segundo plato. Espinacas salteadas con gambas al vinagre
balsámico.
La cantidad de sal en exceso que le echaron al ajoblanco es
la cantidad de sal que le falta a las espinacas para ser presentables. Para regalar
al plato el calificativo de aburrido, se necesita, primero, coger el salero y llenar el verde. Lo
siguiente es un vestidito de gambas cocinadas pero con la cáscara, como
diciendo “mira qué frescas y caras son las gambas que os servimos, palurdos que
no sabéis ni dónde está Isla Cristina”. Patología recurrente en el restaurante:
subestimar a la clientela. Los
ingredientes se dan la espalda por completo, la salsa de balsámico enmarrona
con dulzores facilones, no hay unidad, sólo una suma deficiente. Terminas
considerando la posibilidad de que el chef no haya comido unas espinacas en su
vida.
. Tercer plato. Bacalao confitado al romero con puré de
yuca.
El plato de pescado es el más redondo de todos. Una pega: es
un plato que solicité a la carta, al comentarme el camarero que no les quedaba
merluza. Y no quiero ser malpensado pero
me da a mí que otro gallo hubiese cantado con la merluza. Rico, sabroso, un
bacalao de 20 euros, qué menos que esté rico. Puré de yuca como podría ser puré
de patata sin más. Un resultado lejos del sobresaliente, aunque resultón. Por
cierto, no sé si ha quedado claro, las espinacas para tirárselas a la cara al
chef.
. Cuarto plato. Cochinillo asado y deshuesado en su jugo.
Resultado mediocre lejano de cumplir las expectativas. Carne
dependiente en sabor, parece pedir, “embadúrname en la salsa con la que vengo,
por favor”. Por cierto, si la salsa que acompaña a la carne es el jugo del propio
cochinillo significa que el cochinillo ha sido alimentado a base de bechamel.
Patatas panaderas y medio tomate a la plancha con habitaciones reservadas sin sentido, para eso, no me engañes y ponme unas cuantas
papas fritas y aceitosas y déjate de cuentos.
. Quinto plato. Biscuit helado de frutos secos con chocolate
templado.
Cuando parecía que ya habíamos lamido suficientemente el
suelo, nos llega la guinda del pastel, nunca mejor dicho. El final es lo peor
del menú, un atentado para los golosos y los amantes de los postres. Por
biscuit hablamos de tarta helada de la órbita de la comtessa. Por frutos secos
se entiende turrón del cutre y por chocolate templado, ejem, ejem, por
chocolate templado se me llena la cabeza de insultos. El postre es una broma de
mal gusto, simplemente. No sé si otra opción hubiese mejorado el panorama, como
por ejemplo el buffet de postres que se nos ofrecía por un precio de 8 euros y
pico, bueno, qué digo, unos donettes de anteayer, habrían mejorado el panorama,
dejémonos de amabilidades.
Pero no sólo de sabores se cimenta el desastre. El maitre
despreocupado, torna su sonrisa impostada del principio en mutismo postrero, ni
un “gracias, ¿todo bien?”, ni por supuesto una miserable explicación de los
platos. La camarera torpe. El pan, rico pero escaso. Al
menos dos buenos aceites con los que acompañar los momentos de pausa. Una carta de vinos ridículamente corta,
en la que sólo manejan una referencia de blanco y otra de tinto, cuando pides
por copa y no por botella. Anecdotaza:
el camarero me sirve una copa de blanco, y tras beberla y pedir un tinto, el tipo ni me cambia el vaso, es
decir, me sirve el tinto sobre los restos del blanco. Despropósito.
Lo que le falta al restaurante del Parador de Carmona
es cariño. Amor por lo que se hace. Más por falta de actitud que por falta de
técnica, se estropea sin matices la experiencia. El aprobado sólo es
comprensible desde la perspectiva del turista cansado o demasiado preocupado en
aparentar. Después de un menú degustación de 40 euros más bebidas, uno tiene la
sensación de haber pagado la novatada, más que de haber cenado en un lugar
especial. Ninguno de los platos genera recuerdo, ninguno de los platos ni se
acerca a un brillo que no sea el brillo embustero del artificio. La comida parece
sacada de un cátering para pijos, las cantidades son desproporcionadas y las
calidades son de restaurante de hotel playero con ínfulas, el sentido de los
platos es inverosímil, no hay narrativa en el transcurrir de la degustación. El
propio sentido del menú degustación parece adulterado para atrapar a los incautos que buscan sabores de autor, como si
mañana prepararan un menú de navidad para seducir a la troupe de currelas y
jefes borrachos del bufete de abogados de turno. Los precios están engordados
a base de buenas vistas y una bonita decoración.
El restaurante del Parador de Carmona se aproxima en demasía
a los páramos. Demasiadas expectativas como para fallar y demasiados aires como
para comprender el fallo. El restaurante traiciona las excelentes primeras
impresiones con desganas y mediocridades. Un espíritu pagado de sí mismo que
impide disfrutar al ritmo e intensidad que cabría esperar.
Cocina insuficiente, trato muy mejorable y, eso sí, unas
vistas impagables que pueden ser disfrutadas perfectamente con un sencillo cafelito, o incluso mejor, con un bocadillo de choped pork, a
pocos metros del Alcázar.
Un menú degustación de 5 platos, 2 vinos y un café: 50 euros
Parador de Carmona. Alcazar del Rey Don Pedro s/n (Carmona, Sevilla)
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