viernes, 7 de junio de 2013

LA PARRILLA DE SAN LORENZO. VALLADOLID

De freaks, corderos, monasterios y tartas hechas de monjas...digo por monjas


A vosotros, pollos, frikis, puristas de lo inútil, a vosotros me refiero. Vosotros gorditos, feos que huis de la ducha como alma conjurada, que peináis melenas en lugares imposibles y calvas en lugares indecentes por mor del gracioso capricho de los dioses. Vosotros que os sabéis de memoria el discursito de Braveheart. Vosotros que ganáis dinero con el World of Warcarft y celebráis el cumpleaños de Bilbo Bolsón con más entusiasmo que el de vuestra propia madre. A vosotros queridos lerdos, que os debatís entre escuchar a Enya o a algún engendro nórdico de metal con violines, y soñáis con casaros en un prado, disfrazados de duendes (primero deberíais solucionar el pequeño detalle de la pérdida de la virginidad) ¿A que no me equivoco al afirmar que os encantaría cenar un lechazo hecho al horno de leña, en un restaurante dentro de un monasterio del siglo XVI?. Y eso que no os conozco a todos, pero, no sé, mi intuición me dice que yo os puedo ayudar. Tan sólo unos matices a vuestra vertiginosa imaginación: no tienen hidromiel, sólo Riberas del  Duero (y Ruedas, Toros etc). No compartiréis mesa con el enano de Juego de Tronos, más bien con alguna entrañable pareja de celebración “romántica” o algún viajero extraviado y  el precio de los platos equivale al precio de alguno de vuestros muñecos de colección metidos en la caja hasta el fin de los días. 

La Parrilla de San Lorenzo supera las perspectivas paridas por los clichés y el imaginario castrado de manera integral. Ya seas un Nerd de 35 años que cree que Tolkien sigue vivo, ya tengas esa distraída visión histórica por la cual todo lo que no es el siglo XX se convierte instantáneamente en la Edad Media, época de maravillosas aventuras y por supuesto nada de enfermedades, mugre y violencia brutal, o, de hecho, ya seas el tipo más racional y crítico del planeta mundo, déjate las expectativas en casa, y prepárate. 
En pleno centro de Valladolid se muestra orgulloso un local que ha sobrepasado las fronteras de la restauración para convertirse en un monumento que todos los vallisoletanos conocen. Sólo basta con preguntar al primer paseante que te encuentres para confirmar  la fama. Efectivamente,  La Parrilla de San Lorenzo ostenta según la mayoría, el grado de lugar imperdible e insólito, además  del nada banal título de catedral del lechazo, el plato más reconocido y solicitado de la provincia (y uno de los fundamentales de la región). Y es que, el restaurante se encuentra en los bajos de un monasterio de monjas recoletas, monumento nacional, y alberga en su interior una vasta colección de obras de arte, cuadros, tallas y piezas antiguas. La idea de cenar el mejor cordero de Valladolid se completa con el reclamo (un tanto freak) de hacerlo dentro de un museo (como reza su eslogan), y se remata con la posibilidad de que te sirvan la cena las propias monjas, lástima que el convento sea de clausura y la idea se desvanezca al poco de aparecer.

La Parrilla de San Lorenzo es, por dentro, un lugar raro. Por fuera no anticipa sus entrañas ni imaginándolo, porque una tipografía no es nunca tan chivata. Ni siquiera una ristra de banderas en la fachada lo es suficientemente. Quizás si el monasterio estuviese en lo alto de una colina y adornase su marco con relámpagos, sólo quizás así se podría predecir un poco. Al entrar, estás ante un espacio amplio y tenebros… digo, con poca luz. Un amplio recibidor con una gran barra y varios simpáticos verdug… digo, camareros, anticipa las salas del restaurante. Ya se huele la carne human… digo, la carne de cordero, en los hornos de leña. Al acceder a tu mesa y digerir poco a poco el planteamiento estético del lugar, dejas de observarle temeroso los colmillos al camarero de turno y comienzas a relajarte. Y es curioso, porque a pesar de todo, de repente te asalta una grata sensación de comodidad. A eso ayuda que tanto el maitre como el personal encargado de las mesas sean diligentes, rápidos y te dediquen una expresión amable. Es bien cierto que todo está planteado desde un sentido barroco y recargadísimo, desde las paredes hasta la propia carta, pero en La Parrilla de San Lorenzo no se tarda apenas tiempo en disfrutar, en saborear  con ganas  lo que te rodea y dejarse llevar por ese puntito kitsch que todos albergamos (un kitsch muy refinado, en este caso). Y bien, prejuicios fuera, y a disfrutar como un enano que cree en dragones del maduro divertimento que está presto a entregársenos. 

Mi pedido fue:  Un plato de queso de oveja, de primero. Medio cuarto de lechazo de raza Churra, asado en horno de leña, de segundo. Tarta de las monjas de postre. Para beber, una copa de Rueda Carramata cosecha, recomendación del sumiller para acompañar el queso y una copa de Ribera del Duero Pradorey, también cosecha y recomendación. Café con el postre.




El queso, sabroso pero mejorable (ningún aderezo, ningún aceite, sólo queso y pan, combinación que hubiese brillado con un mínimo de imaginación).





El lechazo simplemente exquisito, crujiente, jugoso, hecho en su punto, profundísimo en sabor, tierno y brutal. Sin aderezos, un bocado de excelencia sin necesidad de nada más que el propio jugo de la carne. Para aquel que disfruta del cordero, y más allá de cualquier tipo de carne, se trata de educación obligatoria. 





La tarta, una sorpresa. Elaborada por las propias monjas del convento. Un abanico de dulzores, hipercalórica y empalagosa para algunos, pero con el gusto inigualable de la artesanía. Como si un batallón de abuelas misteriosas se dedicaran a mejorar una receta hasta convertirla en tierra de otro mundo y sabor de otro tiempo. Por supuesto no apta para vigoréxicos, tipos con escote ni muchachas más pintadas que una puerta (se desvirtúan los sabores con la suciedad del maquillaje y se infla la chasca de los músculos huecos hasta la incontinencia).

La Parrilla de San Lorenzo es tradición sin dogma, folk sin caspa, raíz sin pátina rancia ni malos olores. Un templo de atmósfera efeméride y espíritu honesto, donde las miradas están dispuestas en panorámica y juegan al estrabismo comprometido, hacia el pasado mentor y hacia el futuro resuelto. Comer bajo lienzos del XVIII, observado por tallas de museo y piezas incalculables, termina convirtiéndose en una experiencia de estimulada contemplación, donde se difuminan los roles y uno se acaba viendo dueño de todo, maldito aristócrata solitario, dueño de una catacumba de placeres. Pero, para ello hay que dejarse de monsergas prejuiciosas, y como de costumbre, simplemente  arrojarse a jugar mentalmente con los ingredientes que el sitio te proporciona. La comida es excelente, la localización es inmejorable y las características estéticas son tan pintorescas que si uno no las aprovecha para fabular es que es uno es un coñazo.

A vosotros, jugadores de rol empedernidos, si dejáis atrás los desmanes psicóticos y sustituis los dragones por lechazos y las mazmorras por restaurantes en bajos de monasterios, llamadme y me invitáis, que yo a cambio prometo daros un +3 al escudo.


Una ración de queso, medio cuarto de lechazo y una tarta de las monjas, dos copas de vino y un café: 44 euros

La Parrilla de San Lorenzo. C/Pedro Niño nº 1. Valladolid
     

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