De freaks, corderos, monasterios y tartas hechas de monjas...digo por monjas
A vosotros, pollos, frikis, puristas de lo inútil, a
vosotros me refiero. Vosotros gorditos, feos que huis de la ducha como alma
conjurada, que peináis melenas en lugares imposibles y calvas en lugares
indecentes por mor del gracioso capricho de los dioses. Vosotros que os sabéis
de memoria el discursito de Braveheart. Vosotros que ganáis dinero con el World
of Warcarft y celebráis el cumpleaños de Bilbo Bolsón con más entusiasmo que el
de vuestra propia madre. A vosotros queridos lerdos, que os debatís entre
escuchar a Enya o a algún engendro nórdico de metal con violines, y soñáis con
casaros en un prado, disfrazados de duendes (primero deberíais solucionar el
pequeño detalle de la pérdida de la virginidad) ¿A que no me equivoco al
afirmar que os encantaría cenar un lechazo hecho al horno de leña, en un
restaurante dentro de un monasterio del siglo XVI?. Y eso que no os conozco a
todos, pero, no sé, mi intuición me dice que yo os puedo ayudar. Tan sólo unos
matices a vuestra vertiginosa imaginación: no tienen hidromiel, sólo Riberas
del Duero (y Ruedas, Toros etc). No
compartiréis mesa con el enano de Juego de Tronos, más bien con alguna entrañable
pareja de celebración “romántica” o algún viajero extraviado y el precio de los platos equivale al precio de
alguno de vuestros muñecos de colección metidos en la caja hasta el fin de los
días.
La Parrilla de San Lorenzo supera las perspectivas paridas
por los clichés y el imaginario castrado de manera integral. Ya seas un Nerd de
35 años que cree que Tolkien sigue vivo, ya tengas esa distraída visión
histórica por la cual todo lo que no es el siglo XX se convierte
instantáneamente en la Edad Media, época de maravillosas aventuras y por
supuesto nada de enfermedades, mugre y violencia brutal, o, de hecho, ya seas
el tipo más racional y crítico del planeta mundo, déjate las expectativas en
casa, y prepárate.
En pleno centro de Valladolid se muestra orgulloso un local
que ha sobrepasado las fronteras de la restauración para convertirse en un
monumento que todos los vallisoletanos conocen. Sólo basta con preguntar al primer paseante
que te encuentres para confirmar la
fama. Efectivamente, La Parrilla de San
Lorenzo ostenta según la mayoría, el grado de lugar imperdible e insólito,
además del nada banal título de catedral
del lechazo, el plato más reconocido y solicitado de la provincia (y uno de los
fundamentales de la región). Y es que, el restaurante se encuentra en los bajos
de un monasterio de monjas recoletas, monumento nacional, y alberga en su interior
una vasta colección de obras de arte, cuadros, tallas y piezas antiguas. La idea de cenar el mejor cordero de
Valladolid se completa con el reclamo (un tanto freak) de hacerlo dentro de un
museo (como reza su eslogan), y se remata con la posibilidad de que te sirvan
la cena las propias monjas, lástima que
el convento sea de clausura y la idea se desvanezca al poco de aparecer.
La Parrilla de San Lorenzo es, por dentro, un lugar raro. Por
fuera no anticipa sus entrañas ni imaginándolo, porque una tipografía no es
nunca tan chivata. Ni siquiera una ristra de banderas en la fachada lo es
suficientemente. Quizás si el monasterio estuviese en lo alto de una colina y
adornase su marco con relámpagos, sólo quizás así se podría predecir un
poco. Al entrar, estás ante un espacio
amplio y tenebros… digo, con poca luz. Un amplio recibidor con una gran barra y
varios simpáticos verdug… digo, camareros, anticipa las salas del restaurante.
Ya se huele la carne human… digo, la carne de cordero, en los hornos de leña.
Al acceder a tu mesa y digerir poco a poco el planteamiento estético del lugar,
dejas de observarle temeroso los colmillos al camarero de turno y comienzas a
relajarte. Y es curioso, porque a pesar de todo, de repente te asalta una grata
sensación de comodidad. A eso ayuda que tanto el maitre como el personal
encargado de las mesas sean diligentes, rápidos y te dediquen una expresión
amable. Es bien cierto que todo está planteado desde un sentido barroco y
recargadísimo, desde las paredes hasta la propia carta, pero en La Parrilla de
San Lorenzo no se tarda apenas tiempo en disfrutar, en saborear con ganas
lo que te rodea y dejarse llevar por ese puntito kitsch que todos
albergamos (un kitsch muy refinado, en este caso). Y bien, prejuicios fuera, y
a disfrutar como un enano que cree en dragones del maduro divertimento que está presto a entregársenos.
Mi pedido fue: Un
plato de queso de oveja, de primero. Medio cuarto de lechazo de raza Churra,
asado en horno de leña, de segundo. Tarta de las monjas de postre. Para beber,
una copa de Rueda Carramata cosecha, recomendación del sumiller para acompañar
el queso y una copa de Ribera del Duero Pradorey, también cosecha y recomendación.
Café con el postre.
El queso, sabroso pero mejorable (ningún aderezo, ningún
aceite, sólo queso y pan, combinación que hubiese brillado con un mínimo de
imaginación).
El lechazo simplemente exquisito, crujiente, jugoso, hecho en su
punto, profundísimo en sabor, tierno y brutal. Sin aderezos, un bocado de
excelencia sin necesidad de nada más que el propio jugo de la carne. Para aquel
que disfruta del cordero, y más allá de cualquier tipo de carne, se trata de
educación obligatoria.
La tarta, una sorpresa. Elaborada por las propias monjas
del convento. Un abanico de dulzores, hipercalórica y empalagosa para algunos,
pero con el gusto inigualable de la artesanía. Como si un batallón de abuelas
misteriosas se dedicaran a mejorar una receta hasta convertirla en tierra de
otro mundo y sabor de otro tiempo. Por supuesto no apta para vigoréxicos, tipos
con escote ni muchachas más pintadas que una puerta (se desvirtúan los sabores
con la suciedad del maquillaje y se infla la chasca de los músculos huecos hasta la
incontinencia).
La Parrilla de San Lorenzo es tradición sin dogma, folk sin
caspa, raíz sin pátina rancia ni malos olores. Un templo de atmósfera efeméride y espíritu honesto, donde las miradas
están dispuestas en panorámica y juegan al estrabismo comprometido, hacia el
pasado mentor y hacia el futuro resuelto. Comer bajo lienzos del XVIII, observado por tallas de museo y piezas
incalculables, termina convirtiéndose en una experiencia de estimulada
contemplación, donde se difuminan los roles y uno se acaba viendo dueño de
todo, maldito aristócrata solitario, dueño de una catacumba de placeres. Pero,
para ello hay que dejarse de monsergas prejuiciosas, y como de costumbre,
simplemente arrojarse a jugar
mentalmente con los ingredientes que el sitio te proporciona. La comida es
excelente, la localización es inmejorable y las características estéticas son
tan pintorescas que si uno no las aprovecha para fabular es que es uno es un coñazo.
A vosotros, jugadores de rol empedernidos, si dejáis atrás los desmanes psicóticos y
sustituis los dragones por lechazos y las mazmorras por restaurantes en bajos
de monasterios, llamadme y me invitáis, que yo a cambio prometo daros un +3 al
escudo.
Una ración de queso, medio cuarto de lechazo y una tarta de las monjas, dos copas de vino y un café: 44 euros
La Parrilla de San Lorenzo. C/Pedro Niño nº 1. Valladolid
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