domingo, 23 de junio de 2013

ROOF. SEVILLA

Una terraza en el Psico-Trópico

Cierro los ojos, me relajo, me concentro, soy agua, soy ese árbol viejo en mitad del campo, soy una lucecilla olvidada en mitad del universo, soy una garza elegantemente coja, señor psicólogo, yo nunca he visto una garza, ejem ejem, me relajo, me concentro, no pierdo el equilibrio, me relajo, no más pastillas, no, no, soy un río, soy un torrente de lava detonada, soy un ciclón depredador, me he comido tres pueblos de los de Ikea  y corrupción, señor psicólogo, soy un mar oscuro, no soy una garza soy un lobo famélico, soy… soy una mandíbula de metal pesado en lo alto de una torre llena de comida.

Hoy no va a ser el día de  sobrevivir sin Diazepam.

Abro los ojos y ya no estoy en el mismo lugar; respiro hondo, me concilio con las pulsaciones exaltadas, tomo aliento y escucho cercano el murmullo de la tarde que muere sonriente. El subidón se está convirtiendo en automático, justo antes, una cerveza, la canción de un amigo en la barriga y una inmensa batalla con falda de lino, sonrisa de noche a carboncillo y saldo de vergüenzas, lo recuerdo, aunque tembloroso, lo recuerdo. Me apuntan que deje de subirme a la mesa y gritar como un maniaco, me da tiempo a ver desenfocado un nombre RAUF… ROAF… ROOF, eso es, ROOF; este encuentro con los cubiertos va a traspasarme el juicio y a joderme la memoria. No me responsabilizo, como no se responsabilizan los que buscan en los jardines de la alquimia.

Hay lugares cuyo mayor atractivo es la capacidad de situarte en mitad del trance. Lugares que ni gozan de culto sereno, ni mucho menos son benditos. Pueden ser nidos de mugre con una belleza poderosa, encrucijadas de diseño, esquinas de pulgas o de lámparas de leds gigantes. Hay lugares que te arrancan con violencia la evocación y la imagen, y da igual que estés amargado, o creas que puedes someter al mundo, porque has accedido a la inyección, y eso, te arrebata las herramientas racionales. Uno de esos lugares, se llama Roof y está en Sevilla.
Como suelen hacer las buenas esquinas de estraperlo y menudeo, el Roof exhibe sus atributos a las miradas más avispadas mientras se camufla con sutileza de otras menos interesantes. Para anunciar el premio al visitante atrevido, sustituimos el  par de botines amarrados con ingeniería al tendido eléctrico, por el cartel en la puerta del hotel de 4 estrellas (Hotel Casa Romana en la céntrica calle Trajano). Para regalar la merecida bienvenida y conducir hasta el destino, cambiamos la mirada de rayos x y el “y tú a quién coño buscas” desde el ruinoso portal, por la sonrisa y el gesto afirmativo en dirección escaleras, desde el aséptico mostrador de check in. Por lo demás todo igual, y lo mejor, a 4 pisos, la recompensa, eso sí, sin llave ni contraseña (y sin miedo a la muerte). La primera sorpresa agradable es que Roof no está arriba; es más, ni siquiera está en Sevilla. Ni los olores, ni los colores, ni la disposición del mobiliario del restaurante hablan de la ciudad. Ni miarmas ni jaleos, ni griteríos ni guitarreos, en serio, ¿puede un restaurante-terraza peinar el techo de Sevilla a tempo de Chill Out?, al menos de la Sevilla que habitualmente vemos. No me engañan los edificios grises ni las grúas, ni los monstruos de hormigón que muerden el skyline y aúllan desde las lejanías, (idiosincrasia de moda en la ciudad). Definitivamente, el viaje ha comenzado antes de la primera ingesta, tomémoslo con calma.

He tomado asiento tras equivocarme y entrar en la cocina abierta a los comensales(e intentar sentarme sobre la barbacoa), tras regatear a dos camareros con bermudas y gafas de pasta y a un dj, sí a un dj (sólo falta el tatuador de marras para el póker)y finalmente tras intentar saltar con ropa sobre el jacuzzi que está junto a mi mesa; en 100 metros de paseo, en vez de tendederos llenos de calzoncillos, un muestrario casi completito del “underground” de la ciudad. Por fin ha llegado el momento del que me hablaron, a pocos minutos, la excursión psíquica. Pido la cena, copiosa como de costumbre, no vaya a ser que hoy me entren ganas de dormir y se me fastidie la fiesta. Entrante, plato principal y postre, más dos copas de vino y agua.





Entrante: Pluma ibérica con terrina de patata y queso manchego… repito ¿entrante? Carne muy bien cocinada, al punto, llena de sabor por sí misma y espectacular ligada con la salsa. La guarnición añade una cremosidad que se agradece, la patata con el queso manchego matiza, cuando se requiere, los sabores de la carne y cuando no, es también suficientemente sabrosa como para tomarse por separado. Hay cuatro factores en concierto y aunque hay claramente un líder, los cuatro son capaces tanto de acompañarse como de solear aceptablemente, y por cierto son 4 viejos conocidos, la carme, la salsa, la patata y el queso (nada de cornos ingleses ni movidas por el estilo). 


Me estoy mareando, me concentro, nada hace presagiar lo siguiente, ¿un plato de carne de primero?, me están inundando las sensaciones extrañas, no voy a cerrar los ojos, todavía no. Joder, no me traen suficiente pan, el vino blanco que me han servido es bastante anodino, los vasos son iguales, indistintamente de si es para agua, para cerveza, para vino o para colacao, la camarera se ha olvidado de mi ensalada. Qué pasa, no sé si el tinto será mejor, no sé si mi plato principal será un postre, no sé qu… ¿eso que veo a lo lejos es el mar?





“Plato principal”: Ensalada de pato, peras y helado de parmesano. Ración generosa. Sabores por todos los rincones, juego de texturas. Las láminas de pato se confunden con los crujientes, con las hojas, con los trozos de pera, con el helado de queso. Aliño presente y un poco repetitivo, la sensación de que el dulzor acapara y tapa los demás sabores en algún instante. El helado aporta un contraste de temperatura que podría ser definitivo si, por ejemplo, el pato no estuviese también frío. El plato es una explosión con metralla, quizás no para derribar un edificio, pero sí para convertirse en foto de Pulitzer.




Postre: Helado de galleta maría y espuma de natillas. Sabor conseguido, aunque sin demasiado alboroto. Postre correcto, suave, sin empalague. No muy grande, mejorable en relación al tamaño y a la complejidad del sabor y sin embargo agradable, sosegado, relajado, cada vez más tranquilo, cada vez más sereno, cada vez más…

Cierro los ojos y ya no estoy en el mismo lugar. La mezcla de olor a barbacoa y al cloro del jacuzzi, los sonidos de la noche robándole los silencios a la música electrónica que suena, las luces tenues, los infames mosquitos, el aire del verano, la amalgama de sabores divirtiéndose en la boca, no, ya no estoy en el mismo lugar. Estoy en una playa por la noche mientras alguno de mis amigos toca la guitarra, estoy de cháchara esperando al amanecer junto a mi tienda de campaña, estoy fumándome un purito mientras paseo por mi barrio de madrugada, estoy empapado y tengo frío porque nadie me había dicho que en la costa hacía frío mientras en el interior estábamos a 45 grados, estoy ensimismado escuchando las chicharras y los grillos…

Hay lugares cuyo fundamental atractivo es la capacidad de colocarte en mitad del trance. Muchos lo intentan a base de imposturas, luces de colores, decoraciones imposibles, camareras medio desnudas, pero pocos son los que verdaderamente lo consiguen. Roof lo hace porque pone todo su empeño en que así sea. Aunque existan algunos contras que evidencien la todavía inmadurez del local (a pesar de llevar ya algún tiempo), en Roof se sienten las buenas intenciones y las buenas actitudes, y al final, la sinergia prevalece sobre la suma de patas cojas. Si se visita el local en una noche de buena temperatura, se tiene hambre y se es mínimamente sensible a los estímulos, la psicoactividad está asegurada: localización de película, una escenografía interior acorde(con música incidental incluída), comida llena de sabor y una gama de olores capaces de hacer un surco bien grande en las esquivas puertas de la percepción.

Y sí, al final descubrí que Roof estaba en Sevilla, pero no en la Sevilla que vacila de modernidad y glamour a base de bares con 57 tipos de gin tonics, garitos de indie by los 40 principales y gastroengendros con solomillo al whisky deconstruído, sino en la ciudad de los rincones increíbles, las plazas, los conciertos en la calle y la bohemia militante, y estaba bien alto, en la cuarta o quinta planta de un hotel del centro, recordando a quien quisiera que ser cool no es sinónimo de ser imbécil.


Dos platos, postre, dos copas de vino y una botella de agua: 35 euros


Roof. Terraza del Hotel Casa Romana. Calle Trajano nº 15  Sevilla

lunes, 10 de junio de 2013

RESTAURANTE DEL PARADOR NACIONAL DE TURISMO DE CARMONA. CARMONA (SEVILLA)

Peculiaridades geográficas de los páramos y sus aledaños.

Cosas asombrosas suceden al adentrarse uno en los páramos. En los territorios de lo inerte y lo desesperante, donde fulgores precocinados fuerzan la serenidad y el luto, donde piedras sin definición adornan a mordiscos los templos. Mares sin forma, sudados desde el impresionante descaro, están preñados de bulos y falacias, están ebrios de su propia digestión. Son tristes y sin embargo iluminan, cosas asombrosas en los páramos, deslumbran, luminarias grotescas manchando con insolaciones, un carrusel resbalado en absurdos e innecesarios torrentes de protagonismo. Dejan boquiabiertos, maravillan idiotizantes, arrebatan  y redefinen los esquemas si les dejan. La pervivencia vaga y arrogante en la erótica del poder, la renta vitalicia para los niños de papá que pueblan las esferas. Otra anécdota de los páramos: la distorsión sensorial de la jerarquía. Los amos del cotarro que huelen con el tacto más ordinario, no son capaces de utilizar los oídos, y se alimentan de los préstamos de una geografía virtuosa. Cosas asombrosas, sí, cosas increíbles.

El hecho de que El Parador nacional de turismo de Carmona se localice en una incontestable altura histórica y conceptual, no impide, lamentablemente, que su propio restaurante lo haga en los peligrosos términos de los páramos, allí donde coquetea, con más osadía que lamento, con la envenenada flora de sus extensas afueras. Quizás eluda tributar en su centro arterial o quizás evite la burla de caminar sus vértebras de oficio, pero la vocación se lleva esculpida y nada impide, al final, el magnetismo de la tierra estéril y del plástico look de capirote y cruz roja, sambenito de pasarela, avenida y boulevard. El restaurante del Parador de Carmona se insinúa a los sentidos visitantes, sin silencios, como una fulana llena de complejos y se arroja protegido, relajado y comodón bajo las delicadas faldas de una madre monumental. Pero ya se sabe lo que nace del trauma y de la mala crianza: críos de anuncio de El Corte Inglés y campamento del Opus, púberes repelentes y quejicas y, a saber, un niñateo sabihondo y relamido que dura hasta la tumba. Seamos amables, quizás no sea el caso, pero, en fin, es lo que tiene vivir tan cerca del tufo a trola, que a veces uno se cree un fénix rampante y termina pareciendo un parásito con luces de navidad en las alas.

 El contexto que abriga al objeto de nuestra experiencia es, sin embargo, insoportablemente perfecto. Carmona, una invención milenaria, bombón patrimonial, casa de magias e imaginaciones, vértice de vibraciones en el subterráneo. El propio Parador, enclavado en el Alcázar del Rey Don Pedro, un palacio fortaleza coronando la campiña sevillana, un faro a los pies del primer océano terrestre en la noche, un final a la filigrana de calles dibujada con precisión por la ciudad. Todo promete una experiencia gastronómica memorable, pero… como tantas veces, nos hemos de satisfacer con la promesa.

Bien, al umbral del restaurante se llega por varios caminos. El camino del turista guiri acomodado, que conduce directamente al aprobado por exotismo. El camino del turista nacional acomodado, que conduce directamente al aprobado por apariencia. El camino de la parejita de luna de miel o similares, que conduce al aprobado por defecto (todo es maravilloso incluso la cucaracha en los baños de aquella puta tasca, incluso aquel señor que te robó a punta de navaja). Y por fin, el camino del hijo de vecino que se limita a la cafetería y sin embargo (joder, qué caro), y los caminos del ejército de gente un pelín más ambiciosa (foodies, aventureros, críticos de periódico o de mentira, como yo), que conducen a un mismo lugar de varias maneras. El lugar: la decepción. Las maneras: desde una mala cara, hasta una hoja de reclamaciones, pasando por un “la próxima vez te compra tu santa progenitora”.

Amigo novato, obvia el lienzo tras la ventana, piensa que las paredes colosales no fueron levantadas por el gerente del restaurante, recuerda que un día pisó estos dominios el bueno de Carlos V, o los campechanos Reyes Católicos y por tanto ten en cuenta el valor per se del emplazamiento, con habitaciones para turistas y fogones ortopédicos o sin ellos, y tras ese esfuerzo, mira la carta y elige alguna de las opciones.

Mi pedido: Un menú degustación de 5 platos, dos copas de vino y un café.





. Aperitivo por cuenta de la casa. Dos boquerones en adobo sobre hojas de endivias. 
Yo no le suelo mirar la dentadura  al caballo que me regalan, lo que sí miro es esa hoja de algo indefinido, que separa las dos unidades, con menos color que un limón amarrado al Sahara y aspecto de llevar existiendo más tiempo que el Alcázar. Sabor por los pelos. Incluso yo podría hacer un canapé tan “sofisticado”, el adobo se cayó sobre la ensalada y EUREKA.





. Primer plato. Dúo de sopas frías (gazpacho y ajoblanco) en vaso de chupito.
Bueno, aceptemos que para el chef, el mundo “vaso de chupito” es el añadido de vanguardia. Eso en mi pueblo es un vaso de té comprado en Chaouen, de vacaciones, pero aceptamos barco. Aceptamos también el pinchito de cherry y uva (Dios, este tipo es un visionario). El problema está en que si el gazpacho es plano (mi madre hace gazpachos 3 vidas más ricos que ese… bueno y que el de Ferrán Adriá, no vale, ya lo sé), y el ajoblanco está salado hasta la molestia, la tontería del pincho y el vaso de chupito dejan de tener gracia. Oh no, y otra vez el mutante vegetal está ahí.





. Segundo plato. Espinacas salteadas con gambas al vinagre balsámico.
La cantidad de sal en exceso que le echaron al ajoblanco es la cantidad de sal que le falta a las espinacas para ser presentables. Para regalar al plato el calificativo de aburrido, se necesita, primero, coger el salero y llenar el verde. Lo siguiente es un vestidito de gambas cocinadas pero con la cáscara, como diciendo “mira qué frescas y caras son las gambas que os servimos, palurdos que no sabéis ni dónde está Isla Cristina”. Patología recurrente en el restaurante: subestimar a la clientela. Los ingredientes se dan la espalda por completo, la salsa de balsámico enmarrona con dulzores facilones, no hay unidad, sólo una suma deficiente. Terminas considerando la posibilidad de que el chef no haya comido unas espinacas en su vida.





. Tercer plato. Bacalao confitado al romero con puré de yuca.
El plato de pescado es el más redondo de todos. Una pega: es un plato que solicité a la carta, al comentarme el camarero que no les quedaba merluza. Y no quiero ser malpensado pero me da a mí que otro gallo hubiese cantado con la merluza. Rico, sabroso, un bacalao de 20 euros, qué menos que esté rico. Puré de yuca como podría ser puré de patata sin más. Un resultado lejos del sobresaliente, aunque resultón. Por cierto, no sé si ha quedado claro, las espinacas para tirárselas a la cara al chef.






. Cuarto plato. Cochinillo asado y deshuesado en su jugo.
Resultado mediocre lejano de cumplir las expectativas. Carne dependiente en sabor, parece pedir, “embadúrname en la salsa con la que vengo, por favor”. Por cierto, si la salsa que acompaña a la carne es el jugo del propio cochinillo significa que el cochinillo ha sido alimentado a base de bechamel. Patatas panaderas y medio tomate a la plancha con habitaciones reservadas sin sentido,  para eso, no me engañes y ponme unas cuantas papas fritas y aceitosas y déjate de cuentos.






. Quinto plato. Biscuit helado de frutos secos con chocolate templado.
Cuando parecía que ya habíamos lamido suficientemente el suelo, nos llega la guinda del pastel, nunca mejor dicho. El final es lo peor del menú, un atentado para los golosos y los amantes de los postres. Por biscuit hablamos de tarta helada de la órbita de la comtessa. Por frutos secos se entiende turrón del cutre y por chocolate templado, ejem, ejem, por chocolate templado se me llena la cabeza de insultos. El postre es una broma de mal gusto, simplemente. No sé si otra opción hubiese mejorado el panorama, como por ejemplo el buffet de postres que se nos ofrecía por un precio de 8 euros y pico, bueno, qué digo, unos donettes de anteayer, habrían mejorado el panorama, dejémonos de amabilidades.

Pero no sólo de sabores se cimenta el desastre. El maitre despreocupado, torna su sonrisa impostada del principio en mutismo postrero, ni un “gracias, ¿todo bien?”, ni por supuesto una miserable explicación de los platos. La camarera torpe. El pan, rico pero escaso. Al menos dos buenos aceites con los que acompañar los momentos de pausa. Una carta de vinos ridículamente corta, en la que sólo manejan una referencia de blanco y otra de tinto, cuando pides por copa y no por botella. Anecdotaza: el camarero me sirve una copa de blanco, y tras beberla y pedir  un tinto, el tipo ni me cambia el vaso, es decir, me sirve el tinto sobre los restos del blanco. Despropósito.

Lo que le falta al restaurante del Parador de Carmona es cariño. Amor por lo que se hace. Más por falta de actitud que por falta de técnica, se estropea sin matices la experiencia. El aprobado sólo es comprensible desde la perspectiva del turista cansado o demasiado preocupado en aparentar. Después de un menú degustación de 40 euros más bebidas, uno tiene la sensación de haber pagado la novatada, más que de haber cenado en un lugar especial. Ninguno de los platos genera recuerdo, ninguno de los platos ni se acerca a un brillo que no sea el brillo embustero del artificio. La comida parece sacada de un cátering para pijos, las cantidades son desproporcionadas y las calidades son de restaurante de hotel playero con ínfulas, el sentido de los platos es inverosímil, no hay narrativa en el transcurrir de la degustación. El propio sentido del menú degustación parece adulterado para atrapar a los incautos que buscan sabores de autor, como si mañana prepararan un menú de navidad para seducir a la troupe de currelas y jefes borrachos del bufete de abogados de turno. Los precios están engordados a base de buenas vistas y una bonita decoración.

El restaurante del Parador de Carmona se aproxima en demasía a los páramos. Demasiadas expectativas como para fallar y demasiados aires como para comprender el fallo. El restaurante traiciona las excelentes primeras impresiones con desganas y mediocridades. Un espíritu pagado de sí mismo que impide disfrutar al ritmo e intensidad que cabría esperar.

Cocina insuficiente, trato muy mejorable y, eso sí, unas vistas impagables que pueden ser disfrutadas perfectamente con un sencillo cafelito, o incluso mejor, con un bocadillo de choped pork, a pocos metros del Alcázar.

Un menú degustación de 5 platos, 2 vinos y un café: 50 euros

Parador de Carmona. Alcazar del Rey Don Pedro s/n (Carmona, Sevilla)


viernes, 7 de junio de 2013

LA PARRILLA DE SAN LORENZO. VALLADOLID

De freaks, corderos, monasterios y tartas hechas de monjas...digo por monjas


A vosotros, pollos, frikis, puristas de lo inútil, a vosotros me refiero. Vosotros gorditos, feos que huis de la ducha como alma conjurada, que peináis melenas en lugares imposibles y calvas en lugares indecentes por mor del gracioso capricho de los dioses. Vosotros que os sabéis de memoria el discursito de Braveheart. Vosotros que ganáis dinero con el World of Warcarft y celebráis el cumpleaños de Bilbo Bolsón con más entusiasmo que el de vuestra propia madre. A vosotros queridos lerdos, que os debatís entre escuchar a Enya o a algún engendro nórdico de metal con violines, y soñáis con casaros en un prado, disfrazados de duendes (primero deberíais solucionar el pequeño detalle de la pérdida de la virginidad) ¿A que no me equivoco al afirmar que os encantaría cenar un lechazo hecho al horno de leña, en un restaurante dentro de un monasterio del siglo XVI?. Y eso que no os conozco a todos, pero, no sé, mi intuición me dice que yo os puedo ayudar. Tan sólo unos matices a vuestra vertiginosa imaginación: no tienen hidromiel, sólo Riberas del  Duero (y Ruedas, Toros etc). No compartiréis mesa con el enano de Juego de Tronos, más bien con alguna entrañable pareja de celebración “romántica” o algún viajero extraviado y  el precio de los platos equivale al precio de alguno de vuestros muñecos de colección metidos en la caja hasta el fin de los días. 

La Parrilla de San Lorenzo supera las perspectivas paridas por los clichés y el imaginario castrado de manera integral. Ya seas un Nerd de 35 años que cree que Tolkien sigue vivo, ya tengas esa distraída visión histórica por la cual todo lo que no es el siglo XX se convierte instantáneamente en la Edad Media, época de maravillosas aventuras y por supuesto nada de enfermedades, mugre y violencia brutal, o, de hecho, ya seas el tipo más racional y crítico del planeta mundo, déjate las expectativas en casa, y prepárate. 
En pleno centro de Valladolid se muestra orgulloso un local que ha sobrepasado las fronteras de la restauración para convertirse en un monumento que todos los vallisoletanos conocen. Sólo basta con preguntar al primer paseante que te encuentres para confirmar  la fama. Efectivamente,  La Parrilla de San Lorenzo ostenta según la mayoría, el grado de lugar imperdible e insólito, además  del nada banal título de catedral del lechazo, el plato más reconocido y solicitado de la provincia (y uno de los fundamentales de la región). Y es que, el restaurante se encuentra en los bajos de un monasterio de monjas recoletas, monumento nacional, y alberga en su interior una vasta colección de obras de arte, cuadros, tallas y piezas antiguas. La idea de cenar el mejor cordero de Valladolid se completa con el reclamo (un tanto freak) de hacerlo dentro de un museo (como reza su eslogan), y se remata con la posibilidad de que te sirvan la cena las propias monjas, lástima que el convento sea de clausura y la idea se desvanezca al poco de aparecer.

La Parrilla de San Lorenzo es, por dentro, un lugar raro. Por fuera no anticipa sus entrañas ni imaginándolo, porque una tipografía no es nunca tan chivata. Ni siquiera una ristra de banderas en la fachada lo es suficientemente. Quizás si el monasterio estuviese en lo alto de una colina y adornase su marco con relámpagos, sólo quizás así se podría predecir un poco. Al entrar, estás ante un espacio amplio y tenebros… digo, con poca luz. Un amplio recibidor con una gran barra y varios simpáticos verdug… digo, camareros, anticipa las salas del restaurante. Ya se huele la carne human… digo, la carne de cordero, en los hornos de leña. Al acceder a tu mesa y digerir poco a poco el planteamiento estético del lugar, dejas de observarle temeroso los colmillos al camarero de turno y comienzas a relajarte. Y es curioso, porque a pesar de todo, de repente te asalta una grata sensación de comodidad. A eso ayuda que tanto el maitre como el personal encargado de las mesas sean diligentes, rápidos y te dediquen una expresión amable. Es bien cierto que todo está planteado desde un sentido barroco y recargadísimo, desde las paredes hasta la propia carta, pero en La Parrilla de San Lorenzo no se tarda apenas tiempo en disfrutar, en saborear  con ganas  lo que te rodea y dejarse llevar por ese puntito kitsch que todos albergamos (un kitsch muy refinado, en este caso). Y bien, prejuicios fuera, y a disfrutar como un enano que cree en dragones del maduro divertimento que está presto a entregársenos. 

Mi pedido fue:  Un plato de queso de oveja, de primero. Medio cuarto de lechazo de raza Churra, asado en horno de leña, de segundo. Tarta de las monjas de postre. Para beber, una copa de Rueda Carramata cosecha, recomendación del sumiller para acompañar el queso y una copa de Ribera del Duero Pradorey, también cosecha y recomendación. Café con el postre.




El queso, sabroso pero mejorable (ningún aderezo, ningún aceite, sólo queso y pan, combinación que hubiese brillado con un mínimo de imaginación).





El lechazo simplemente exquisito, crujiente, jugoso, hecho en su punto, profundísimo en sabor, tierno y brutal. Sin aderezos, un bocado de excelencia sin necesidad de nada más que el propio jugo de la carne. Para aquel que disfruta del cordero, y más allá de cualquier tipo de carne, se trata de educación obligatoria. 





La tarta, una sorpresa. Elaborada por las propias monjas del convento. Un abanico de dulzores, hipercalórica y empalagosa para algunos, pero con el gusto inigualable de la artesanía. Como si un batallón de abuelas misteriosas se dedicaran a mejorar una receta hasta convertirla en tierra de otro mundo y sabor de otro tiempo. Por supuesto no apta para vigoréxicos, tipos con escote ni muchachas más pintadas que una puerta (se desvirtúan los sabores con la suciedad del maquillaje y se infla la chasca de los músculos huecos hasta la incontinencia).

La Parrilla de San Lorenzo es tradición sin dogma, folk sin caspa, raíz sin pátina rancia ni malos olores. Un templo de atmósfera efeméride y espíritu honesto, donde las miradas están dispuestas en panorámica y juegan al estrabismo comprometido, hacia el pasado mentor y hacia el futuro resuelto. Comer bajo lienzos del XVIII, observado por tallas de museo y piezas incalculables, termina convirtiéndose en una experiencia de estimulada contemplación, donde se difuminan los roles y uno se acaba viendo dueño de todo, maldito aristócrata solitario, dueño de una catacumba de placeres. Pero, para ello hay que dejarse de monsergas prejuiciosas, y como de costumbre, simplemente  arrojarse a jugar mentalmente con los ingredientes que el sitio te proporciona. La comida es excelente, la localización es inmejorable y las características estéticas son tan pintorescas que si uno no las aprovecha para fabular es que es uno es un coñazo.

A vosotros, jugadores de rol empedernidos, si dejáis atrás los desmanes psicóticos y sustituis los dragones por lechazos y las mazmorras por restaurantes en bajos de monasterios, llamadme y me invitáis, que yo a cambio prometo daros un +3 al escudo.


Una ración de queso, medio cuarto de lechazo y una tarta de las monjas, dos copas de vino y un café: 44 euros

La Parrilla de San Lorenzo. C/Pedro Niño nº 1. Valladolid
     

martes, 4 de junio de 2013

RESTAURANTE ABANTAL. SEVILLA. 1 ESTRELLA MICHELÍN

"Y yo sin saber que un bocado era la frontera entre seguir el camino recto y convertirme en un drogata de la cocina de autor"

Hace poquito tiempo me comí por primera vez a Picasso, le hinqué el diente hasta la corteza del hueso a Kandinsky, me tragué a Buñuel sin misericordia ni ardores y me cogí una buena turca a base de impresionistas, surrealistas, naifs y vanguardias en general. Hasta aquí he demostrado dos cosas: 1) que tengo el graduado escolar y 2) que vivo mi antropofagia sin complejos ni miedos a la autoridad. Pero qué doble moral sufriríamos si fuese punible esta refinada barbarie, existiendo tan cerca un lugar donde se administra sin miramientos.

El restaurante Abantal es un templo del canibalismo más sofisticado, así, sin anestesia. Una cuna de delicada ferocidad escondido en pleno centro de Sevilla.
En Abantal se sirven las cabezas de los ídolos en platos de diseño y cambio de cubiertos. También se ofrecen sus manos y sus pies, hasta sus vigores y sus pensamientos a tamaño degustación, como una oración materializada, como el niño de Maçon o la hostia primeriza.
A Abantal uno entra redicho y a los pocos minutos está suplicando una mordaza. A Abantal uno entra receptivo y a las dos horas sale yonki. A Abantal uno entra cretino y sale... bueno, sale más cretino aun.
Yo diría que el lugar es en sí mismo una materia iniciática, al menos para mi, que vivo anhelando la enfermedad, una fiebre que se instala en el hueco más cabrón de la cabeza y el estómago, y florece como un día imposible de primavera.

Hasta aquí la literatura exagerada (no vaya a ser que alguien crea que me gustó Abantal), pero compréndanme, tras la primera vez en un restaurante con estrella Michelín es normal tal diarrea.

Pasar una cena en los dominios de la alta cocina es una experiencia sin nombre. Da igual lo que uno haya experimentado o lo que uno sepa. Y da igual porque lo que uno suele saber es "que las mejores pizzas son las de masa fina y los spaguettis no se comen con cuchara", o que "la comida del McDonalds es una basura y las ostras son de puta madre, caras y saben a mar". La verdad de una comida en un lugar como el referido te hace comprender lo panoli que eres y lo poco que sabes (al menos a mí me pasó).

Mi pedido fue: un menú degustación de 8 platos con maridaje consistente en:


. Aperitivo por cuenta de la casa, fuera del menú:puré de patata con teja, ensalada de zanahoria aliñada, dos cilindros de pescado en adobo y galleta de chorizo y parmesano





. 1) Ajoblanco malagueño con orejones y ciruelas pasas






. 2) Ostra sobre cremoso de coliflor, cardos con piñones y aire de enebro





(Tanto el ajoblanco como la ostra, fueron acompañados de un cava
 L´Hereu de 2010.)



. 3) Corvina curada en sal con tomate seco, cebolla suave y alcaparras






. 4) Tartar de pulpo con salmorejo de aguacate y tomate



(Tanto la corvina como el tartar de pulpo fueron acompañados de un amontillado Escuadrilla D. O. Lustau)



. 5) Borriquete acompañado de guiso de alcachofas, espárragos verdes y morcilla de cerdo ibérico



(Plato de pescado maridado con un blanco de Rueda, Basa de 2011)
Ya se puede observar el comienzo de mi negligencia a la hora de fotografiar los platos impecables.



. 6) Cola de toro deshuesada con crema de manteca colorá y migas




(La cola de toro regada con un tinto Acinipo 2004, D.O. Málaga)




De los dos postres, sólo hay un pobre testimonio gráfico, que, en realidad, refleja completamente la sensación del momento. Tras  6 copas de vino y 7 platos, el primer asomo de plenitud y el tercer o cuarto de embriaguez. Los postres fueron:

7) Crema de maracuyá con granizado de hierbabuena y chocolate
8) Bizcocho de plátano con mousse de chocolate y tofee




(Los dos postres acompañados de sendas copas de un Pedro Ximenez de 1927 D.O. Montilla Moriles)


Para finalizar, con el café unos petit fours: tejas de café, galletas y un bombón de mandarina





El punto de inflexión se precipita como una sinfonía en caída libre, rasgando la garganta, explotando en cada milímetro, posándose al final, tremendo pero efímero. Primera digestión de una obra de arte (o de 9). El mes pasado la viste, antes la habías oído, hace poco la tocaste (algunos la manosearon), pero tú, hoy acabas de masticarla, te la has tragado y estás digiriendo, por primera vez, una obra de arte (o 9). Y eso no te lo enseñaron en el colegio. De hecho nunca se lo oíste a nadie en ningún lugar. Lo que sí oíste es que hay una clase de idiotas estafadores que se dedican a cocinar con aparatejos de ciencia ficción y a hacer platos extraños y minúsculos que otros idiotas snobs se comen. Eso sí que lo oíste muchas veces.

En Abantal se cocinan y se sirven obras de arte, pedazos de cultura como cabellera de parroquiano bañado en absenta u oreja de majara impresionista, ARTE, señores garrulos, ARTE con tamaños y precios acordes. Y quizás cualquier restaurante con estrella Michelín del panorama nacional le supere en referencias de vino, diseño macarra de platos o localización,(lo dudo) pero a mi juicio (quizás raquítico, pero peleón), Abantal es un digno ejemplo de alta cocina, sobre todo en una ciudad tan acomodada a sus propias carencias y vicios.

En fin, absténganse niñatos de todas las edades.

Menú degustación de 7 platos con maridaje: 83 euros

Abantal. Calle Alcalde José de la Bandera nº 7. Sevilla

LOS ZAGALES DE LA ABADÍA. VALLADOLID

"La Estela del Tapeo Gamberro"


En Valladolid se deambula contemplativo, se fluye tentado y se pasea como empujado por la secuencia racional que las propias calles parecen dictar. Es disponerse a patear el paisaje urbano de una ciudad tan pulcra, tan ordenada y a la vez tan bulliciosa, y terminar recogiendo las banderas amarillas de la espontánea gymkana que se te sugiere al poco tiempo de empezar, de rincón en rincón, de bar a bar. Así, no hace falta ni tan siquiera otear una fea oficina de información turística para terminar en la callejuela más escondida, la plaza con más encanto o el garito más curioso de la ciudad.

Los Zagales de la Abadía es un bar de tapas bastante particular, enclavado en el centro nervioso de la capital vallisoletana (adyacente a la Plaza Mayor). A primera vista, el local parece debatirse entre dos antípodas, una de ellas desconcertante y un tanto desorientada (la superficial) y la otra, decidida y devota de unas ideas bien meditadas (la chicha). Los Zagales cansa su tramposa fachada con un tropel de placas-galardón ("Recomendado por... Ganador del premio tal... De pequeño el pinche de cocina ganó una medalla en carrera de sacos en...), y una carta de tamaño magnum, donde resalta su menú degustación de tapas de precio disparatado (a juzgar por los precios reales en el interior). Todo este tinglado debe servir tanto para cazar guiris facilones como para activar la alerta en las miradas un poco más suspicaces, además de, y es lo más delicado, para distraer de la tripa del asunto.

Una vez derrotada la primera vista, uno se encuentra en un espacio sin demasiada estridencia en la decoración, llenito de ese extraño y antojadizo mejunje de paisanos + turistas, un equipo de camareros de aspecto sobrio y rictus concentrado, y una pizarra de tapas escrita: o por el tío con más tiempo libre que pisa Castilla, o por la hermanita de 8 años del dueño del local.

A partir de aquí comienzan las sorpresas. Y es que en Los Zagales de la Abadía se juega al gamberreo. Comenzando con los simples títulos, continuando con los conceptos posteriores y NO finalizando (afortunadamente) con la cuenta.
Lo tengo claro, quizás siguiendo un ímpetu comercial cuando menos, marciano o quizás por alarde de honesta creatividad, los responsables del asunto son unos gamberros. 1) O eso, o son tipos serios que beben demasiado cuando gestionan la creación de sus platos. 2) O eso o son los presidentes quinceañeros del club de fans del Mugaritz.

Mi pedido fue sencillo: tres tapas y dos vinos.

Primera tapa: "Tigretostón". Un rollo de pan negro con crema de queso, morcilla, cebolla roja y piel de tostón. Un juego visual, homenaje a la pubertad, a las tardes de megadrive y tormenta y a los gallos de la voz. (Por cierto, Primer premio en el concurso nacional de tapas 2010)




Segunda tapa: "Breadbag, la bolsa del pan". Un montadito de calamares con salsa y envuelto con una bolsa comestible hecha con fécula de patata. ¿Quién no ha tenido alguna vez tanta hambre como para comerse el bocadillo con la envoltura incluída?. (Por cierto, Segundo premio, en el concurso nacional de tapas 2011)






Tercera tapa: "Tierra, mar y aire". Brocheta con chipirón relleno de espárragos trigueros, pimientos de piquillo confitado, cococha de bacalao, sésamo y cebolla deshidratada, salsa pilpil y salsa vizcaína aromatizada con ajo y guindilla y un toque aromático de lúpulo conseguido a través de una pieza de hielo carbónico sobre el líquido. Una sinergia formal, dispuesta para ser masticada, bebida, olida y disfrutada con los ojos. Una descarada versión de la vanguardia culinaria de más alto standing. (Por cierto, ganador del tercer concurso Madrid-Fusión de tapas de diseño 2007)




Los dos vinos, un Rueda y un Ribera del Duero fueron recomendación de la casa. Sin brillo, correctos (nada meritorio tratándose de uno de los pilares de la gastronomía de la provincia).

En Los Zagales de la Abadía parece dibujarse con lápices de colores una partitura conceptual, a través de los sabores y sus formas. La comida reta al paseante relajado, como pretendiendo arrancar la vis párvula de este, desplegándose como un minúsculo e inesperado golpe de humor. Pero no me refiero al humor mojonero de Torrente o José Luis Moreno. No, hablo de un Gila, de unos Martes y Trece, de unos Faemino y Cansado, mezcla a borbotones de tradición y finura. Cocina de altos vuelos en pequeñas dosis, sabores a la altura de las espontáneas expectativas y unos precios que en cualquier otro lugar se te exige por una tapa de ensaladilla bastarda comprada en el Makro por kilos, Los Zagales es uno de esos locales capaces de provocar, de forzar una sonrisa de soslayo al personal, de añadir una pausa inesperada en mitad del vaivén del inmediato borracho-zahori de tascas; un bar de tapas que divierte el paladar sin estupideces ni excesos, quizás forzado en algunas lides estéticas, pero sin duda agradable e imaginativo...y eso en la ciudad de los concursos de tapas y las 4 denominaciones de origen, es mucha tela.

Tres tapas recomendadas y dos vinos: 12 euros


Los Zagales de la Abadía. Calle Pasión nº 13. Valladolid