martes, 23 de julio de 2013

LA PEPITA BURGUER. VIGO

¿Pueden convivir la palabra hamburguesa y la palabra gourmet en una misma frase, sin la presencia contundente de la palabra NO?


Voy a descubrir la identidad del asesino: en principio, y recalco, en principio y a pesar de estar deseándolo, nadie me ha convencido de esta posibilidad (ya pueden dejar de leer si no les apasionan los rodeos y las parrafadas).
Nadie ha dado con el argumento preciso para sacarme una mueca afirmativa mínimamente reflexiva, más allá de mi facilísimo orgasmo culinario del momento (puedo llegar a ser un chico muy fácil). Vamos a la práctica:

Hace poco, asistí a uno de esos espectáculos de sombras en los que uno se deja ilusionar, embaucar hasta cierto punto, bien estructurado, bien maquillado, pero irreal y vacuo en la práctica. Hizo falta andar por tierras gallegas en el momento adecuado y haberme pasado un año entero coqueteando con el jamón asado, el pulpo a feira, la empanada, a veces incluso las ostras y los percebes, las cuncas de Ribeiro, las copas de Albariño, y toda suerte de delicias de la maravillosa gastronomía gallega, para tener los oídos atentos a una intriga protagonizada por...una hamburguesería. Al parecer, el lugar, llamado La Pepita Burguer, se paseaba alegremente por los vedados cotos de la cocina de autor, dedicaba sus elaboraciones por una vez al comensal con criterio que dejó atrás la pubertad, y se preocupaba por demostrar el respeto a la materia prima con toques de imaginativa artesanía. Con una presentación así de prometedora, quién iba a negarse a la visita.
He de dejar claro que mi actitud ante tal reclamo no fue recelosa, o al menos, no lo fue por tratarse de una hamburguesería, ya que reconozco mi debilidad por la comida batallera. Como buen desastre en la cocina, paso muchas noches acompañado por las pizzas de Casa Tarradellas, disfrutando de una buena ensalada César de restaurante yanqui-trianero, comiéndome unos riquísimos nachos en el Tex Mex que no cierra hasta las 6 de la mañana, o pringándome la boca con la salsa de algún bocadillo bien lleno de ingredientes. Y sí, me encantan las hamburguesas, pero también me encantan los mensajes honestos (y me encanta cazar al vuelo los eslóganes de pacotilla).

Mi llegada a La Pepita fue, por tanto, ilusionante. A pesar de no haberme enamorado nunca de una hamburguesa por su finura, ni por sus cuidados modales, ni por su cultivada delicadeza, a pesar de eso, el reto de situarme frente a la sorpresa, me ilusionaba muchísimo. Por eso, me encontré sentado en una bonita mesa del local, junto a mi cuadernito, mi cámara y mi tremebunda hambre. El ambiente del local era el esperado, sí, el dibujado mentalmente por como te lo describen tus amigos, por como te lo imaginas en función de lo que has leído sobre el sitio y por como son los lugares de este tipo que visitaste previamente. Decoración tipo casual pero más estudiada que la barba de un hipster, un aire estético mezcla equilibrada de Ikea/corriente estética de reciclaje de objetos/lo que un hostelero entiende que fue la Bauhaus, iluminación agradable (no demasiado llamativa), y un gentío de buena apariencia, moderno, de edad media cercana a los 30 y no demasiado gritón. Sobre la mesa, un mantel de papel (seguramente reciclado), donde podías leer un relato exhaustivo de todas las cualidades de los maravillosos ingredientes que utilizaban, desde el pan artesano, eee, ¿artesano?, ejem, hasta la carne: de buey, de ternera, de cordero lechal, eee, ¿lechal?, ejem, además de entretenerte leyendo un poco sobre la historia de la hamburguesa. Primera reflexión en silencio: ya tengo suficientes expectativas amigos de la Pepita, no hace falta que se exagere. La carta, escueta en entrantes y guarniciones aunque parezcan muy prometedores, amplia en hamburguesas (sin complejos en ingredientes) y carente de referencias a postres (aunque sabes que existen).


Por fin, mi pedido: unas patatas fritas caseras, una hamburguesa de cordero eee, lechal… con pimiento, queso de cabra gratinado, cebolla roja, tomate y lechuga y de postre (que sí que tenían, que me lo dijeron después) un crumbel  de manzana, también conocido como tarta de manzana caliente, con helado de frutos rojos y nueces. Para beber una cerveza artesanal gallega llamada Menduiña, de tipo tostado.



    

. Patatas fritas caseras. Ración cortita sobre todo teniendo en cuenta los 3 euros que cuesta. Patatas tipo gajo pero de corte irregular y textura extraña. Recuerda en cierto punto a la yuca frita, son patatas poco saladas y aunque no son demasiado sabrosas, entran por la vista y son muy curiosas al tacto. Sería una guarnición muy interesante si fuese una guarnición y no se vendiese como un plato para compartir.







. Hamburguesa de cordero con pimiento, lechuga, cebolla roja, tomate y queso de cabra gratinado. La hamburguesa me resultó basta, la carne de cordero seca, los demás ingredientes discordantes, y desde luego muy lejana de cualquier tipo de excelencia. El pan con semilla de amapola tiene de artesano lo que tiene de artesano el horno del Eroski o del Carrefour. El queso de cabra gratinado no era más que una lámina de rulo de cabra pasada por la plancha, sin razón más que para alardear en un bonito nombre y agarrarse al paladar con aspereza y exceso en alianza con el pimiento rojo y la cebolla. Un resultado demasiado chillón, con carencia de armonía en la combinación de ingredientes, un cordero muy poco lechal y muy poco jugoso y unos acompañantes que más que acompañar, agobiaban.






. Crumble de manzana con helado de frutos rojos y nueces. Dejando a un lado el hecho de que ni el camarero sabía lo que era un crumble, el postre terminó siendo lo mejor de la cena. El pastel de manzana disfrutaba de un aroma muy rico a canela y una temperatura muy agradable en contraste con el helado (pastel caliente-helado frío, conjunto muy resultón, tal y como le pasa al brownie con helado, por ejemplo). Crumble casero contra helado prefabricado y sirope más prefabricado aun, y aunque tampoco podemos pedirle peras al olmo, la pareja está bien avenida y la boca lo agradece. Pasa que es un postre demasiado doméstico, o demasiado de cafetería, o demasiado fácil, quizás, pero reconozco que cogerle bien el punto al pastel y saber, al menos, combinarlo, tiene su mérito. 


La cena en La Pepita fue, como se pueden imaginar, una decepción. Ni rastro de la sorpresa ni de los lagrimones de felicidad. Ni rastro de pruebas que derribasen mi opinión previa, y desde luego, ni rastro del adjetivo que había venido a buscar, más allá de la autoproclama. Porque, amigos, no basta con reconocerse como gourmet para serlo en la realidad. Tampoco quiero ser injusto. La Pepita es un local agradable, con buena gente y comida que gusta, especialmente si no te calzas el "no voy a pasar ni una" al salir a la calle. En La Pepita se disfruta si relajas las expectativas, igual que disfrutas cuando vas a comer una pizza y no pretendes que te metan el Trastévere en la boca, igual que ocurre en cualquier local de comida sencilla y "rápida", cuando simplemente vas a comer sin más. Si pretendes otras experiencias, entonces es cuando aparece la disonancia. Es por eso que para mí, las hamburguesas lucen mejor con el traje de comida rápida que con el pomposo atuendo gourmet. Incluso pueden crear moda, incluso pueden transformar el prejuicio, porque no todo lo que es rápido tiene que ser chapucero, porque no todo lo que es sencillo tiene que ser simplón. 

Continúo buscando la hamburguesa que me convenza de lo contrario, porque de momento sigo en mis trece de que una hamburguesería es, por definición, un local de comida rápida. Sin necesidad de ser tóxica o de tener como destino al ejército de retrasados emocionales que pueblan las esferas, un hamburguesería es un local de comida rápida. Con queso cheddar manipulado genéticamente o con una cuñita de Idiazábal, con carne de rata o con buey de Kobe, una hamburguesa es un bocadillo, al que, también por definición se le echa ketchup y mostaza, sabores que matan al resto y se quedan con el monopolio gustativo. Me temo que seguiré pensando esto hasta que alguien me dé con la alternativa en las narices y me argumente porqué la Black Angus, la ternera gallega o el mencionado buey japo, se comen mejor entre panes y acompañado de 4 ingredientes más que solos y en su punto. O qué tiene de gourmet juntar 4 cosas que puedo comprar en un súper por menos de 5 euros para varios días, un dos tres responda otra vez: tomate kumato (y ya me estoy columpiando), mezclum de lechugas (me encanta esta terminología del tebeo), cebolla roja, queso, no sé, gorgonzola por ejemplo y empanarlo junto a una carne de dudosa procedencia.

Qué tal si nos dejamos de chorradas. Qué tal si tan sólo se utilizan buenos ingredientes e incluso se es creativo en las elaboraciones sin necesidad de robar terminologías. Doy algunas ideas: Hipster fast food, Non Toxic Hamburguers, Fast Good (Ah no que eso ya lo inventó el señor Adriá, propulsor sin saberlo bien de esta moda). Qué tal si no se cobra el doble por la susodicha aprovechando cómo de bien suenan ciertos ingredientes en nuestro recuerdo, qué tal, si por supuesto, no se hacen las hamburguesas más pequeñas por ser coherente con lo que supuestamente es la cocina de autor, y en definitiva qué tal si se deja de engañar a la gente; bueno, a la gente que no quiere que se le engañe. 

Sigo en mi búsqueda, ávido y deseoso de encontrar lo inesperado, aquello que me derrumbe el excepticismo salvaje, la hamburguesa que me haga iniciar este post con un satisfactorio "Sí".

Por cierto, las hamburguesas se comen acompañadas de cervezas no de gin tonics, queridos modernos.


Hamburguesa, patatas y una cerveza artesanal: 14 euros

La Pepita Burguer. Calle Oporto nº 15. Vigo (Pontevedra).    

No hay comentarios:

Publicar un comentario