sábado, 6 de julio de 2013

ALEJANDRO G. URRUTIA. GIJÓN. 1 ESTRELLA MICHELÍN.

Todos los caminos llevan al Norte.


Hace mucho tiempo entendí por qué se me erizaba la piel siempre que llegaba al norte: la coordenada, a pesar de su insalvable estigma de anécdota espacial era capaz de arrebatarme, sincronizada con la brújula que me habita en la tripa. Después me enteré por qué el luminoso y a la vez sombrío verde-tierra me dejaba con cara de idiota sistemáticamente: el color, siendo una sencilla pirueta de la luz, arrastraba, sí, arrastraba sin remilgo, como lo hace el negro en las silenciosas llanuras estelares, o el rojo profundo en mitad de un asunto pendiente. Finalmente comprendí por qué me sentía ilusionado con crecer en hedonismo y en pecado, y no en rectitud y formalidad, mientras el tipo de éxito cultivaba lo segundo, yo me entretenía en comer y beber: el placer a veces se camufla en higiene, en necesidad orgánica, en combustible, y disfraza su culpabilidad con razones crudas e incontestables. Todo ello me llevó a la fullera tranquilidad de la razón, de la excusa, a pesar de que sólo bastase el eclipse por segundos de estos tres factores, para sentir en mi pecho un latido más fuerte que el azote de un terremoto. Hoy, varios días después de haber regresado de Asturias (más puntería no se puede tener) todavía dudo si he perdido la cabeza.

Debo reconocer que a veces dedicarse a lo que uno se dedica (teatro), justifica de sobra, por cantidad de posibilidades y porcentaje de imaginación, la vida perra, pobre y a la vez sonriente que toca vivir. Uno de las particularidades de esta dedicación es la necesidad del movimiento, del trayecto, corto o como en este caso, más largo que un paseo Huelva-Buenos Aires en barca de remo, cómodo o, como en este caso, con el abrupto y casi sádico estilo de un minibús del franquismo. Pero a pesar de los dolores de cabeza y la lumbalgia, el ideal del viaje como regalo, del tono vital del pasajero, del culo inquieto como premisa y del abordaje como destino, prevalece. Es por eso que merece la pena, y sobre todo si el trayecto te lleva a un lugar como Gijón. (Literatura a parte, también hace que merezca la pena entretenerte buscando por internet un restaurante para cenar cuando llegues, en cualquiera de las 12 horas casi sin respirar que dura el crucero por la España profunda).

El restaurante Alejandro García Urrutia (AGU, 1 estrella Michelín), se convirtió estos días en el epicentro de mi efímero desembarco. No hicieron falta demasiadas páginas webs para hacer la elección: un local en pleno centro, una cocina de reinterpretación de lo tradicional con el omnipresente toque de vanguardia , un menú degustación que se construye el comensal a su gusto, un chef que todo lo que toca lo convierte en estrella Michelín, y fabada asturiana en la carta (fundamental). Así fue, que tras la dura llegada y las obligaciones laborales, me planté en la plaza donde se sitúa el local, próximo a todo, al puerto, a la zona de los chigres y de las sidrerías, a la zona de marcha y a la residencial más tranquila. No lo negaré, la primera parada fue en el mundo de la excelente sidra a 2 euros y medio en la calle de al lado, pero justo después, cuadernito y hambre en ristre ahí estaba yo, observando desde fuera nervioso. Lo primero que advertí  fue una apariencia exterior discreta y poca referencia a la alta gastronomía fraguada en sus cocinas o a los premios recibidos, sin necesidad de exhibición, contenida, así como parece ser la tónica en los restaurantes de dicha categoría. El Alejandro G Urrutia, guardaba los ingredientes estéticos de definición y carácter en su interior. Y no fue ridícula la sorpresa al descubrir que dicha concepción estética se aproximaba más a un desenfadado bar de tapas creativas que al templo de la alta cocina que me esperaba. La sutil escandalera en vez del limpísimo silencio, la posición de la gente, despreocupada sobre la barra, de pie, en mesas altas o bajas, la cuidada informalidad, incluso la separación casi accidental de la zona de tapeo/copeo respecto a la zona de restaurante, daba pistas fiables sobre el espíritu relajado del AGU. Con este panorama no me resultó difícil el cultivo siempre deseable de la paja mental: recordar los bares con cierto estilo que uno pisó con la tropa tiempo atrás, las sensaciones familiares en cada paso hacia la mesa, el recuerdo o incluso la posibilidad de encontrar esquinado a algún amigo filósofo del vino y la juerga.  

Planteamiento superado, ahora se trataba de separar el grano de la mencionada y dejarme de hipnosis por atmósferas idílicas y recuerdos de mentira. El desarrollo, el quid de la visita debía estar a la altura de una expectativa cada vez más intransigente. Tras ocupar mi mesa situada en un pequeño salón acristalado, comenzó la experiencia culinaria propiamente dicha.

En este caso opté por la posibilidad de diseñarme un menú degustación de 6 platos en tamaño de media ración, eligiendo directamente de la carta, además de tres vinos y una botella de agua. Los vinos fueron un Cava, un blanco Chardonnais "Bestué" de Somontano y un tinto, Ribera del Duero "Fescenino". Las raciones se suponían generosas y mi estómago estaba blindado ante el exceso. El festival que me aguardaba dejó claro en qué liga jugaba el restaurante.





. Aperitivo por cuenta de la casa, fuera del menú: mantequilla casera, dos sales especiadas, una al curry y otra al tandoori masala y dos aceites con denominación de origen: "Oro de Cánava" de Jaen, y "La Huella", de Tarragona. Una obertura inteligente y reflexiva que permanece junto al comensal hasta que se mete en la boca el último trozo del último plato de carne. Un delicado apéndice que defiende con solvencia su posición aunque no pretenda protagonizar, como el apuntador pegado al actor fetiche en pleno acto. Una muleta en las transiciones y las pausas, que abre el apetito y a la vez sacia las paulatinas ansiedades con sabores sencillos y directos; la mantequilla suave y cremosa, las sales potentes y los aceites con infinidad de cromatismos, sencilla proposición de comienzo expresiva y elegante.






."No tengo precio". Foie frío con compota de manzana y añadidos. El primer plato del menú tras el aperitivo, resulta ser una paleta de sabores(literalmente), en la que resaltan los tres medallones de foie rematados por una variedad importante de elementos de matiz. En este abanico casi lúdico, el foie encuentra en cada rincón una puerta que traspasar, cuyo destino puede ser la potenciación del sabor, el contraste más radical, la sumisión o la mezcla virtuosa. Los problemas del plato radican en que no todas las puertas tienen la misma factura, algunas son obras de artesanía mientras otras se quedan en conglomerado del barato. La compota y los daditos de manzana funcionan bien, el balsámico es el eterno invitado, la mermelada de tomate sorprende, los cherrys, aunque no sean del Mercadona, producen una combinación demasiado doméstica, mientras, tanto las tejas como los toques de hierbas (particularmente el romero) traen a la boca lo mejor del plato.







."De la campiña al mar". Langostinos con pillaw de trigo,salsa peral y huevas de trucha. En este punto, llega lo mejor de la cena, por lo que uno ha venido, por la emoción del sabor. En este plato se cucharea una sopa/salsa de queso de la Peral sabrosísima, se comen la carne del langostino fresco, se mezcla todo con el crujiente del trigo, se completa con el detalle marino de las huevas de trucha. Un perfecto plato Mar y Montaña (o Mar y Campiña como reza su título), que consigue que cada bocado sea mejor que el anterior.





."Tu piel morena sobre la arena". Suprema de Lubina con farsa de langostinos y gelatina de Cointreau. Plato que evoca toda la familia de sabores marinos, desde la sal hasta el naufragio. El plato es bastante redondo, el punto del pescado es perfecto, la lubina tiene un marcado acento en contacto con la farsa de langostinos y aunque la gelatina de cointreau aporta la frescura del toque cítrico y la diversión del toque espirituoso, no llega a encontrar un lugar importante en cubierta (piratas muy exquisitos debían ser para beber cointreau en vez de ron). Aun asi, el menú crece por momentos.






. Fabada asturiana, sin apellidos ni tonterías. A pesar de su contundencia, la fabada del AGU resultó un plato fundamental en mi menú. Un cocido de sabor muy suave, donde se podía distinguir cada uno de los elementos y todo en conjunto sabía a lo que debía saber. Se agradece el respeto a la tradición, se agradece el respeto a la digestión y a que uno quiera dormir en algún momento de esa noche. ¿Me pareció ver a una vieja con mantón negro en la cocina?.






."Sin ti no soy nada". Rabo relleno de foie, cebolletas y crujiente de zanahorias. El plato de carne resulta el más decepcionante de la cena. Aun con buen planteamiento, la resolución no está al nivel. La carne está seca, apenas se saborea el relleno y dificilmente, pues, un bocado tiene la potencia que cupiese esperar. De todas maneras no hablamos de un descalabro; el menú termina con un plato al que le sobran las estrellas pero que quizás refleja una anécdota en la cocina del restaurante (estoy convencido que cualquier otra opción en la carta de carnes es capaz de convencer).






."Homenaje a Paladares". Tiramisú a la manera del chef. El postre cierra el discurso de platos con una suerte de texturas que agradan y recuerdan sin empalagar. El meditado malabar de los ingredientes generan lo que parece el negativo fotográfico o el hermano extraterrestre del clásico postre veneciano. La pena es que esto ya lo vimos antes, y al final el postre nos termina transportando más a Cala Montjoi (ElBulli) que a los canales de la Serenísima República. La elaboración es correcta, el crujiente en espiral contrasta con la crema de mascarpone, el bizcocho, las notas de café y de licor, en fin, disfrutamos de una versión simpática de un postre, que por otro lado, es por sí mismo excepcional en su versión más clásica.


En el restaurante Alejandro G. Urrutia se elabora una magnífica cocina de mercado, capaz de reinterpretarse en cada realización, capaz de emocionar con detalles y complacer con argumentos. Un servicio rápido y atento, un protocolo minucioso, un ambiente distendido y una comida rica hacen que el gesto final sea de satisfacción con garantía. Sin embargo existen algunas disonancias importantes en el momento en que el estilo parece cazar la vanguardia con retórica innecesaria más que llegar a ella con naturalidad y paciencia. Hay brillo en la cocina tradicional, ya sea hecha con pudor, versionada, reconstruída o simplemente traducida desde el buen hacer de un chef con oficio y creatividad. Hay tanto brillo en eso que parece inútil querer deslumbrar a base de tretas e inventos (que ya están más que inventados), de otro mundo.
 A pesar de ello, del Alejandro G. Urrutia  se sale contento, alegre e inspirado como cada vez que uno visita el museo perecedero de la cocina gourmet.

Reconocimiento merecido, así me despedí de Gijón, a través de la brisa del puerto, las calles mojadas de sidra y el sanísimo empacho tras una cena memorable.

Menú degustación de 6 platos, 3 vinos y agua: 75 euros. 

Alejandro G Urrutia. Plaza de San Miguel 10. Gijón. Asturias

1 comentario:

  1. Cuando regentaba el gallery era adicta, muchos platos que ahora ofrece vienen de alli, aunque tenían mas variedad los precios tambien eran superiore, pero realmente me encanta su cocina.

    Www.elenkococina.tk

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