martes, 27 de agosto de 2013

DE TAPA EN CEPA. VIGO

ACERCA DE LOS CONSTRUCTORES DE CATEDRALES QUE TIENEN BARES DE TAPAS.(Capítulo 1: Pequeña catedral al noroeste)

 

Algunos hablan de un gremio extraño, oculto a la mayoría, escondido tras calles sin nombre y atajos calaveras; una cofradía que azota y boicotea el vaivén automático de su sindicato, a saber, una hostelería incompetente y victimista;  que escupe, alegre sobre sus arrogante vecindario: la caterva de niños pijos con audi y participación en bar de serie. Algunos, aunque pocos, hablan de una sociedad antigua como la imaginación, capaz de helar el gesto con magia de la de verdad, fruto de la técnica, la generosidad y el oficio dedicado. No se sabe casi nada, pero hay quien dice que dicha organización opera discretamente entre ríos de vagos y rácanos, deslumbrando cuando enseña mínimamente el hocico, aunque la mayoría del tiempo permanezca secreta, como una puerta de tiza que se abre en el suelo. ¿Leyenda o realidad?, sólo buscando se averigua, sólo aventurándose se llega a parar alguna vez al bar de tapas de un constructor de catedrales.

Cuántos años pasamos rebotando en los mismos bares, mecánicamente, aprendiendo el caminito y repitiéndolo ciudad a ciudad, siempre los mismos dibujos, siempre las mismas caras y las mismas decepciones. Cuántas veces dijimos estar hartos y sin embargo tragamos. Cuántas veces dejamos al lado aquella tasca de aspecto tímido y atractivo antojadizo, y seguimos nuestro paso, como obligados por la podrida rutina. Quién nos iba a decir que más allá de sus sombríos umbrales, se elevaban catedrales. Y fue que andaba yo caminando, tras mi agridulce experiencia con la hamburguesería de Vigo, y necesitaba un poco de fiesta salvaje en mis papilas gustativas; y resultó que no tenía apenas pasta y todo lo que me sobraba era esparcimiento y gula (más que de sobra). Así, a través de esta extraña combinación fue que llegué al bar que nos ocupa, “De tapa en cepa”, una tapería comandada desde los pucheros por un auténtico constructor de catedrales (no tardé en averiguarlo). En mitad de la broma de cuestas y estructuras urbanas imposibles de Vigo, me encontré con una fachada discreta, correcta, con cierto estilo, adornada con gente en vez de con alharacas estéticas y amable a la visita, sin adulaciones ni cantos de sirena. La relativa sobriedad del exterior contrastaba en su punto justo con la armoniosa mezcla del interior: cuadros en vez de máquinas tragaperras, una iluminación diáfana aunque a la vez delicada, jazz en vez del sonido aterrador de Telecinco o de la Champions en la tele, y, sin embargo, gente de barrio, hijos de vecino tranquilos y ociosos, y un constante fluir de platos como en cualquier buena casa de comidas. Con este excelente comienzo, agarré la silla más cercana a la ventana y me dejé caer, encendido como siempre por la esperanza del buen rato. Las buenas intenciones continuaron su quehacer a través de la carta. Bonitos nombres se agolpaban en una proposición amplia: tapeo convencional, cañas, vinos, raciones, y, sorpresa, un menú degustación. Fue en ese momento cuando puse a currar mi olfato de vocacional perro de presa en busca de las múltiples adivinanzas que acaban de aparecer. Mi preferida guardaba una solución muy estimulante, ¿realmente me va a dar de comer un constructor de catedrales, o por el contrario esto no es más que el engañabobos de costumbre?.  Y qué alegre respuesta hallé. Un menú amplio, de modélica anchura y hueco para el detalle, sencillo, efectivo, sabroso e incluso refinado en ciertos picos; espléndido, sincero y sorprendentemente económico. Ahí va.



Mi pedido, por tanto, un menú degustación de tapas compuesto por 5 platos, más un aperitivo de la casa. De beber, botella de agua Mondariz, un cava, un vino blanco Albariño “Ponteallón” y un vino tinto de Toro “Prima”. Para finalizar un postre y un café.




. Aperitivo por cuenta de la casa. Arroz cremoso con cebolla y mejillones. El detalle de que la primera parada del recorrido sea regalo de la casa por pedirte una consumición, da buena muestra de dónde estamos: un bonito y cuidado bar de tapas donde se mima al cliente, pero un bar de tapas al fin y al cabo. Agradecemos la inexistencia de contaminación verbal del tipo "Gastrobar". No hay necesidad de pompa, los ingredientes van a comenzar a entonar ellos solitos. Un arroz sencillo pero muy rico, cremoso, con cierto toque especiado. Arroz del de domingo a mediodía con amigos pero con un aire de sofisticación, tónica que será dominante en esta cena. La sensación es de comida familiar muy bien hecha, como si quien estuviese ocupándose de ti fuera tu tío el cocinero. Y como los tíos cuidan a sus sobrinos, el resultado es generoso y prometedor.




. Queso brie sobre cebolla caramelizada. Primera trampa del exámen de hoy (pensé). Los ingredientes en juego son una pandilla de vacilones como pocas veces se ha visto. En primer lugar tenemos al queso brie, que junto a su hermano el queso de cabra gratinado, su colega el queso camembert y sus parientes del pueblo, los quesos azules, forman la banda más farolera del globo (y lo dice alguien que mataría por un poco de queso). En segundo lugar, la reina de los gastrobares, la más creída y arrogante, la cebolla caramelizada, (es oir  "caramelizado" y echarme a temblar). Y completando el cliché, tenemos la decoración de emplatado por antonomasia, la reducción de balsámico y los frutos secos. A pesar de que todo hace presagiar lo peor, no, no me ahogué a cuenta de un dulzor asesino, ni tampoco me atacaron las láminas de cebolla o se me atragantó una almendra. Lo cierto es que (placer culpable, placer culpable), el plato me terminó gustando y pude encontrar un equilibrio entre los grandilocuentes ingredientes. Queso de sabor pronunciado y aderezo coherente, sobre todo si nos dejamos llevar por la travesura de un postre a comienzos del menú. Bocetos rápidos, una frenético movimiento en el espacio que hay frente a la mesa. No se sabe si lo que aparece poco a poco es un comienzo o una mancha, aunque apostamos por lo primero.





. Carpaccio de Kobe, Wagyu "Kobe de Burgos". Cuando digo que existen picos de refinamiento notable me refiero precisamente a esto. Un carpaccio del buey más aristócrata que habita los campos, de raza Wagyu y que en este caso no proviene de Japón sino de Burgos (su casa en tierra nacional). Por si no lo saben, el animal es criado en granjas al son de música clásica, alimentado a base de muesli y vino ecológico (o cerveza y sake, si se cría en su Japón original), y tratado con el máximo cuidado para obtener posteriormente la carne más valorada que se conoce. El plato es fino, las láminas de Kobe son muy jugosas y encuentran su acompañante perfecto con el buen aceite de oliva y el detalle de las alcaparras. Es un plato fresco, contundente en sabor y muy atractivo. Se comienza a ver la sombra de los arbotantes, comienzan a crecer los portones y sus reliquias. Un monumento en ciernes (elección acertada).






. Tosta de calamar sobre verduritas. Del prado, sin casi aviso, al paseo marítimo, del palacio directamente a la orilla del mar. Viaje con lo puesto a la órbita de los sabores portuarios, (gloria, porque además estamos frente a tremenda ría). El calamar está sencillamente exquisito. Su lecho de verduras completa sin atosigar, dando espacio, regalando texturas, y el aliño que lo baña continúa la senda del respeto por el sabor primordial y la suma con suavidad y cuidado. Un acierto presentar el plato sobre una buena rebanada de pan, pues el crujiente termina de rematar la excelente tapa. Con sencillez y buen gusto, así se dibujan los adornos de las columnas y las figuras atemporales, en una silueta cada vez más visible.







. Langostinos en masa brick con mayonesa de soja. El siguiente rincón que nos aguarda está adornado con una curiosa ensalada de langostinos en gabardina. Esta clásica elaboración resulta divertida. La fritura no se hace pesada y el añadido de la mayonesa de soja consigue suavizar los posibles excesos. Si a los langostinos les favorece las gabardinas, a la mayonesa le queda genial las prendas orientales. Plato ingenioso, de nuevo sencillo, pero de nuevo también cumplidor. Planean los perfiles de las burlonas gárgolas, se entrelazan los huesos de piedra y las sonrisas que desconocen los complejos.






. Mini hamburguesa casera. Como no podía ser de otra manera, el colofón del menú es un particular plato de carne. Siguiendo con el estilo de andar por casa pero en bata de seda, nos encontramos con una hamburguesita de buey, con huevo frito, queso, lechuga y tomate. Un pequeño pan de hamburguesa y una guarnición de curiosas patatas fritas que parecen de bolsa pero no lo son (o lo son, pero de algún club del gourmet). La hamburguesa está en su punto y en general se saborea como se saborean hamburguesas pequeñas pero bien hechas. El punto de creatividad se lo da principalmente la mostaza dulce casera que se sirve junto a un ketchup clásico. Final de menú, que cierra el catálogo de tapas con fidelidad a ese espíritu destilado durante toda la cena, lleno de juego y atención. Va llegando el final de la excursión y todas las figuras que han ido dejándose ver,  parecen ahora mojadas en una niebla que no deja ver con concierto. Los colores prestan la solución a la adivinanza, aunque todavía se puede sonreír más con tan sólo un poco más de luz. 






. Ya fuera del menú degustación, un postre: Bavaroise de queso de tetilla, crema inglesa y fruta. Y por último, el golpe de gracia que deseaba con ansiedad: un pedazo de postre que bien podría estar en cualquier restaurante de estrella. Fresco, dulce, repleto de gusto, tan bien hecho que podría haberse disfrutado como plato salado o como el actual postre. Un puñetazo de autoridad que asusta, por fin, a la umbría y consigue empapar de claridad a la catedral que acaba de aparecer.


Nos traicionan nuestros inflexibles esquemas espaciales. Sabemos que los enormes templos coronan los centros urbanos interesantes, los cascos históricos con verdadera entidad, las grandes urbes de foto en enciclopedia. Y lo sabemos porque orbitamos alrededor con evidencia. Pero, qué ocurre cuando el verdadero monumento se esconde tras un silencio, o tras un ligero gemido, o incluso tras un ruido de esos que al principio hacen apretar los dientes. "De tapa en cepa", se convirtió, para mí, en un ejemplo de que existen catedrales tras puertas sin adornos. Pueden ser catedrales grandes o pequeñas, incluso minúsculas, de piedra o de papel, ridículas para algunos, indestructibles para otros, templos nacidos del impulso, del espíritu, incluso del desenfreno creativo y del amor por el oficio. Esta era una de ellas, y era de esas que no necesitaba mucho para hacerlo saber, ni demasiada publicidad, ni demasiado espectáculo, ni reseña en suplemento cultural, ni programa de tele, ni premio. Tan sólo una visita casual, una oportunidad de entre las miles que concedemos constantemente por impulso. Pequeña la celosía de formas y huecos alrededor de uno, al terminar la cena, con la barriga llena y una cuenta muy económica sobre la mesa; pequeña aunque simétrica y llena de armonía, pequeña pero digna de un mordisco en el recuerdo. El constructor de catedrales permanece en su cocina dando lustre a su minúscula cueva de trascendencia, aunque quizás mañana no pueda evitar la enfermedad del vecino cutre, la tapa prefabricada, el precio inflado y el canto de la mediocridad. Por ahora el constructor de catedrales sigue callado, concentrado, con el ingenio y la pasión de los que pertenecen a su gremio, escondido y esperando.



Menú de tapas, más postre, botella de agua, tres bebidas y café: 28 euros.

"De tapa en cepa". C/Ecuador 18  Vigo (Pontevedra)

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