lunes, 3 de febrero de 2014

THE ROOM, ART CUISINE. SEVILLA


El arte de la sísmica.


Año estrenado como un descarnado anhelo, como el vestido que desterrará para siempre tu terrible y vigorosa colección de vergüenzas, como el rito de paso entre las derrotas pretéritas y las pretendidas horas de triunfo. Año nuevo de armonía en vez de exceso, quizás de exceso en vez de sopor, en sus primeros acordes desde luego qué mejor momento para reiniciar la cuenta atrás hacia el ensucie inevitable y la cíclica mentira. Afortunadamente murió ya el paciente hinchado de bulla y consumismo, y por eso me alegro, no por el regalo de la oportunidad, no cuando uno se conoce y se sabe precipitado desde antes de despegar los párpados. Cuánto dure el responso, pues lo que dura la virtud en la mandíbula de un hambriento; lo que dura el alcohol que sostiene el fúnebre bodegón, lo que se tarda en echar de menos y ni eso, me temo, el tiempo ha muerto, como el rey debiera, viva el nuevo tiempo de oportunidad para la reincidencia.

Sirviendo alegre a la mala costumbre de reincidir, como dije, yo estrené el invierno ansioso por dibujarme el máximo número de ángulos muertos y de calles sin salida. Armado con un engrasado argumentario y protegido contra la sombra mostruosa de la felicidad (qué le voy a hacer), comencé el mismo camino replanteado, no otro camino, que quede claro, el mismísimo camino adolescente de geometría. Esta época me susurra que quiere ser de enfermedad en el apellido, de pecado en el emblema, de inmolación por pasatiempo. Esta época quiere reventar en cada armónico, esparcirse como metralla sobre las cabezas aturdidas de los becerros. Me siento inspirado por la evocadora detonación, y mi hambre, que ya no es hambre sino gula embarrada y onanismo, representa exultante la vanguardia. La primera trama de movimiento está decidida, bordear un barrio de Sevilla, la Alfalfa, en busca de un recién inaugurado local que presume de babel gastronómico y espíritu internacionalista. Las pesquisas previas alumbran a un chef de fantástica factura en su negocio anterior, la desaparecida Taberna Macuro en la frontera Triana/Los Remedios, además de una carta que parece panoramizar el orbe, desde Maracaibo hasta Kioto, pasando por Londres, Marrackech o, por supuesto Sevilla. La anatomía, luminosa como una extraña en la terraza de un paisaje lleno de nubes, aunque luego quede en pura melancolía de posibilidades, pero en primera instancia, un arranque alto el que precede al hueso de la noche. De todos modos, esta noche dibujó sus vértebras bastante antes de la primera puñalada al plato (secuaces y tramas, divertido combo de charlas sin destino y solucionario completo a las cojeras del mundo). Una vez acomodado, tropeles de bohemios, erasmus, sibaritas, pijos y parejas drogadas de amor, alrededor, olores rebotando y promesas hechas saliva y...claro, cocina. Tras los ventanales, la noche hirviendo torrencial, las esquinas de novela y la tremenda imaginación, con su colección de colores y su vocación suicida.

Mi pedido: tres tapas y un postre. De beber, botella de vino tinto "Austum", Ribera del Duero, y café.






. Arroz meloso de calabaza, ají amarillo, Idiazábal y boletus. Fusión de cocinas de los dos lados del charco, al estilo Macuro. Sudamérica en la base y los hermanos que se creen padres (menudo incesto), en el aderezo. Puntos débiles: la forma, que chiva el ligero apelmazamiento, a mi juicio, la ralladura del Idiazábal en la copa (aunque me encante el concepto "aristocracia triturada"), y el tamaño decididamente antiglotón. Punto fuerte y golpe de efecto, el sabor. Porque pica (aunque no mucho), porque resulta familiar como un pariente lejano que llega de repente, porque agrada, aunque no haga llorar de emoción. Al plato le cabe unas buenas tibias y una calavera dibujadas en aquella banderita verde, un giro al gamberreo con el aji amarillo estrangulado sobre el conjunto, un más que probable problema con extranjería. Potencial molotov, todo sea conseguir más mecha.






. Hamburguesa japo, de atún marinado, sunomomo y tempura de cebolla. Pliegue sobre los océanos como si fuesen artefactos de papiroflexia (u origami más bien), y aterrizaje en la isla del monte Fuji, con una propuesta, ahora sí, arriesgada. Sabor marino, salado. Sabor a algas y pepino, y a un atún muy suave. Tríada de ingredientes delicados, frescos, perfectamente sincronizados en acción. No falta el punto macarra, de hecho, es por eso por lo que la tapa sobresale. El sabor de un grupete de Yakuzas cocineros de hamburguesas, no todo va a ser secuestro y extorsión,(y cualquiera les dice que está mala). Hamburguesa tamaño haiku, contenedora como aquellos, de la potencia y emoción de la brevedad. Este pastiche conceptual se merece mi cabeza, lo sé ¿vale?... yakuzas cocineros y escritores de haikus (si Basho levantara la cabeza...)






. Cebiche de gamba roja de Huelva, mote y puré de apio. Coordenadas sin escrúpulos, de nuevo damos cuenta de la mezcla inter-Atlántica que tanto gusta en los fogones del bar, con este generoso cebiche ejecutado en base a la exuberancia de las gambas de Huelva. La tapa es un puzzle de tactos y formas, una suerte de ensalada llena de ricas asimetrías, donde la protagonista queda un poco ensombrecida por los actores secundarios. Partitura coral, claro, aunque se enfaden las primadonnas y saquen a pasear sus bífidas lenguas, (en este caso crustáceas). Sorpresas gustativas, sabores poco practicados en estas latitudes y bastante tino a la hora del concierto con ingredientes más habituales.






. Yogur griego con vainilla, albahaca y limoncello. Ahi va el calambre de la noche. Lo sentimos pero la flaqueza del postre se erige como firma, y esta habitual patología da un poco de destemplanza al final del viaje (por suerte no llega a ser fiebre). El yogur sabe demasiado a yogur natural con azúcar, de esos que te comes cuando andas malete del estómago. Las gelatinas de limoncello y albahaca que flotan sobre la superficie tan sólo edulcoran, no aportan nada serio (en todo caso la albahaca nos hace respirar un poco mejor). El Mediterráneo se queda demasiado lejos de este último destino, que no sabemos muy bien dónde situar (¿quizás el hospital a la hora de comer?).


Que el arte de la sísmica gobierna casi siempre el primer capitulo de cualquier relato, lo sabemos. Que el riesgo suele preceder al carajazo también. Y sin embargo, necesaria combinación para la supervivencia, y no hablo ni de coña de la trascendencia, sino de la elemental supervivencia: el equilibrismo del riesgo y la serenidad, dispuestos en el tapete de juego como cubiertos quirúrgicos. Y sin embargo, anémica proporción la que se nos desvela: por cada grata sorpresa, un millar de descalabros. The Room sufre la resaca del espasmo terreno de marras en aquellos primeros meses que vive (anda, como me pasa a mi). Y la sufre a pesar de las buenas intenciones y la delicadeza de un chef que encandila con cocina sincera. Y, lo siento, lo sufre a pesar del servicio rápido y simpático, a pesar del original pan de tomate y del genial helado de queso de cabra, postre del que pasé (dejé que se marchara con otro, joder, otra vez no). Pero resulta que el padecimiento parece consustancial al aprendizaje, al crecimiento y a la madurez. A mi juicio, The Room tiene muchos salvavidas, muchas bazas a su favor para convertirse en un buen bar, eso sí, con el aporte necesario de un buen catálogo de noches, con sus anécdotas, sus aventuras y sus historias. No marché, sin embargo, desengañado por la juventud evidente de mi última conquista, he de reconocer. Me fui contento, saboreando los recuerdos recién masticados y compartidos, esta vez, con los buenos amigos. Y ahora, sólo me queda el deleite de la nostalgia, y eso siempre será bien-decir del garito, regalarle un rincón en una parte de tu cabeza y no en otro reino más vulgar. Y ahora sólo me queda desear volver más tarde, para ver si todo lo que promete se hace polvo u, ojalá, verdad.

Somos maestros en el arte de temblar, algún día lo aceptaremos y querremos afinar las cuerdas del terremoto como hizo aquel. Para entonces ya estaremos de nuevo en el suelo.

3 tapas, 1 postre, vino y café: 19 euros.

The Room, Art Cuisine. Cuesta del Rosario nº 15. Sevilla

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