miércoles, 19 de marzo de 2014

CONTENEDOR. SEVILLA

Melancolía de una posibilidad.


Acontecimiento y clima predecibles. La solidificación del ensayo error se derrama en respuestas múltiples, cada cual más divergente. Opción 1: alegría, sonrisa informe y tartamuda a los colmillos desgarradores de la memoria; opción 2: miedo, fiebre y ensayo de pánico por lo mismo, sinestesia de humores, porque no te equivocas, te llueve a tí únicamente, con el detalle y la atención de un perverso homenaje (como para no temblar). Opción tibia, la tercera, amable e improbable. A menudo opto por la segunda opción y agarro ansioso la saliva hirviendo, como un AK, dibujando con un verbo que parece plomo el alrededor y sus paisanos. Otras veces el cansancio es demasiado grave y simplemente aguardo el incendio ungido en poético queroseno. Aquella tarde me alegré, con la alegría trastornada del masoquista, me alegré del descuartice que me prestaron las casualidades. En realidad, poco misterio para tanto bombo; lluvia, amor en fuga, obsesión sublimada y un enjambre de luces fulgurando como un gigantesco e imposible ópalo.


Del cómo acabé aquella tarde tomando té en el Contenedor no me quedan pistas ni ganas, tan sólo la deliberada ficción, tan sólo la seguridad de que lo que fue y lo que quiero recordar son antípodas separadas por un mundo entero.  El caso es que así terminé, con una aceptable taza de té negro quemándome los labios morados, mirando tras la gran ventana cómo los tonos de la calle se degradaban y volvían a relucir con el paso de las horas, ahora llueve, ahora calma y promesa de sol invernal, y yo aturdido por la resaca sentimental, oyendo un concierto de cacofonías, voces amistosas y John Coltraine dentro del altavoz cercano. Seguramente detonado por alguna irrelevancia fue como el enunciado que me perseguiría a partir de ahi se me presentó; "melancolía de una posibilidad", andamio verbal sobrecargado, como es un servidor en todo, pretencioso si quieren, pero leal siempre a las visiones repentinas, por infectadas que estén. Y así pasó que comencé a sentir melancolía de cosas que no habían pasado, de cosas que deseaba que ocurriesen, estupideces como compartir ese té con alguien que vivía en otro planeta o imaginar el sendero de la noche escrutado por dos pares de botas y de ironías. Y así continué reproduciendo la idea hasta transformarla en música y algo así como un simulacro de versos en penumbra, hasta que la musa se volvió fulana como es su sino al parecer, y todo quedó atrás. Cosas de aquellas todavía duelen al toser, no hace falta un equinoccio para que las cicatrices te recuerden que están ahí. Otras cosas me la soplan. E incluso hay alguna cosa de aquellas capaz de pincharme en la boca de la curiosidad y convertirme en un explorador (a mis años). Pues eso, ¿cómo sería comer en el Contenedor?.

Pasan 4 años y yo cruzo la puerta del restaurante vistiendo ilusión y nervio, como un neófito tembloroso, como en la antesala de resquebrajar una nueva virginidad. Pareciera nunca comido, bebido ni escupido, pareciera cachorro, por un momento dejo atrás mis colmillos mutilados de chucho centinela. Entro y me siento en mitad del amplio comedor, costumbre de facilitar el curro al anhelado francotirador (cuándo oirás mi palabras). Las imágenes se agolpan arrojándose a la deformidad de mi perspectiva, tan llena de fabulación y deseo, y lo que termino traduciendo es más una colmena de claroscuros, de ruidos y  de olores que un espacioso salón decorado y asido por vecindario y humanidad. Antes de pedir mi comida rezo una plegaria a los dioses del sueño diurno, para que conduzcan mi derrama hacia la sencilla crónica y no hacia los viscosos suelos de la enfermedad mental.
Amén, y le cuento en secreto a la camarera mi pedido:

Plato principal, tapa y postre. De beber, vino blanco "El Perfume" DO. Penedés, y vino tinto "La Cabra y la Bota" DO. Almería. Café.







. Arroz con pato y setas. Pináculo de la madriguera, piedra angular de una carta que muta cada mañana al capricho del mercado de la esquina. Plato por el que existen parroquianos, como el ídolo perfecto al que antropofagar (corderitos carnívoros). Crujiente en el paladar, arroz y carne, recuerdo a brasas y a barbacoa nocturna del verano pasado. Salsa para aportar el elemento untuoso. Comida de aire libre, de alquería lejana y ermitaña, del humo de la campiña cuando se vuelve enorme y bruna. Comer arroz con pato y setas del Contenedor mientras se incendian las estrellas en el campo, no pido más para ser feliz.






. Tataki de presa ibérica con espinacas, berros y vinagreta de Kumquat. Ensalada de carne cruda, de frutas del pecado y de flores lisérgicas. Sencillas e incisivas pulsiones me llevan a querer hundirme por igual afilado a la inmaculada tersura del puerco alegre (todavía vivo), y a la equilibrada inocencia del vegetal. La componente crudívora se expande hasta hacerse fetichismo en este plato, y así conviven por sorpresa la violencia del depredador convencional y el extraño sadismo del objetor de conciencia. La carne se deshace, aliñada, dulce y ácida, las flores y las frutas se expanden como una trama de raíces, como un jardín que lo baña todo. Sólo falta un detalle: reventar contra el suelo ese plato de vajilla playera y colocar los ingredientes sobre la barriga desnuda de una incauta... (no pido más para ser feliz).





. Crostata de limón con helado de mango. La tarta italiana se desdibuja en el contorno de un casero y fresco lemoncake, como conciliando una versión prestada desde la Gran Manzana con otra fiel a la riqueza pastelera Mediterránea. Conseguido pastel, localizado en la prometedora frontera del dulce y el cítrico desvergonzado, con una base crujiente y un resultado por igual agradable y potente. Tarta que sabe a primavera a la postre, como si el descarado helado de frutas se hubiese abrigado más de la cuenta (enfermedad del entretiempo).


Así como aquella noche se hizo fiebre crónica, habiendo sido siglo; así como aquella tarde se transformó serena del tornasol a la ciega melancolía, este mediodía se ha convertido en una refinada y maravillosa miscelánea de calambres. Afortunadamente ya aprendí el secreto del dolor, la esotérica metodología del transformador de excremento en oro filosofal. He aprendido a amar las hostias como si fuesen pan divino, coqueteando de algún modo con el soma del piadoso, disfrutando, en definitiva, del ruido espiritual que me impacta y me azora. Y hoy, en gran parte le debo este brutal vaivén al talento del restaurante (más incluso que a mi oscuro background). El Contenedor resultó ser un fantástico sitio donde comer a parte de un fantástico lugar donde cultivar el afectado onanismo mental. Cocina de mercado, una carta llena de creatividad y delicadeza y un agradable clima, que si bien puede ser predecible (como comenzaba esta misiva al puñetero recuerdo), termina llevándote, si te dejas, a territorios llenos de peligroso estímulo. 

Plato, tapa, postre, dos copas de vino y café: 32 euros.

Contenedor. Calle San Luis nº 50. Sevilla.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario