viernes, 22 de noviembre de 2013

PONCIO TABERNA. SEVILLA

Coplas a la luz de los pucheros


Abanico de olores y artera silueta gasta la gigantesca huella de tradición que persigue sin jadeo y sin estrés al paseante que circula las calles de Sevilla. Así como una gran fauce que pisa los talones y se traga el espacio, que rodea, que embosca a cualquiera que camine las calles de una ciudad más vieja que la noche. Y qué ridículos resultan los intentos de zafarse, y las voces rabiosas que se revuelven y exhiben sus modernidades y sus esnobismos, propaganda y boicot sesudo a mano, no vaya a ser que la tribu te expulse del cóctel y la peli polaca de por la noche. Tantos se olvidaron de la definición y el concepto primero, y se dejaron llevar por los fosos interesados del lenguaje. Que no, que el folklore no es Rocío Jurado, ni los capillitas dando la vara, ni los señoritos apestando a colonia a las puertas de la Maestranza, que no, que el folklore son las marcas de los carros hendidas en los adoquines del centro, las sombras de los viajeros que alguna vez pisaron las mismas calles, las insolentes voces de los locos que alguna vez habitaron las esquinas, las canciones escritas en las piedras de los pasajes, los poemas olvidados en los jardines o las coplas que retumban por las venas de más allá del río, donde los nombres de las calles vecinas tan pronto recuerdan a cantaores trianeros como a castillos de la Inquisición. Folklore son los recuerdos de chico, los paseos con tus padres, las comidas en casa de la abuela, un tejido de memoria más grande que cualquier patraña interesada.

Para mi, la única manera cierta de conocer de verdad las ciudades es con el binomio activo del coqueteo y la imaginación, disfrutando en versionar la historia que fue con capítulos imposibles y desde luego, saboreando cada uno de los rincones que se pisan a base de posibilidades que quizás fueron, o quizás no. Entonces y sólo entonces yo creo caminar con espíritu viajero, cuando da igual si el tiempo me hará caer o me llevará a las cumbres, y pierdo el pudor que supone sentirme solo y disfrutarlo. Vagabundearlo todo, hasta aquellos lugares que conoces mejor que tus arrugas, como si fueras un caminante virgen por entre los laberintos urbanos, condenado a la distracción. Sevilla es una ciudad bien cómoda para redescubrirse en cada intento. Para pocas cosas más es cómoda Sevilla (cerveceo y charangas a parte), para poquitas cosas más. Sin embargo el juego de descubrir, de inventar y de aprender toma un carácter virtuoso en una ciudad como esta, con más pasado que presente (me temo).  Andaba yo contento, con algo de dinero recién cobrado de algún bolo (por supuesto, manos a la cartera y con el céntimo de marras en el banco para que no me quiten la cuenta) y con la reciente pista de uno de esos lugares especiales, camuflados entre el vasto entramado de bastardos y advenedizos gastrobares. Andaba yo con buena energía y con buena noche me premió el salvaje destino: cultura en tamaño degustación, como a mi me gusta, un patio donde flotaban los buenos versos alumbrados por los faroles, una casa de comidas donde se veían bailar con sofisticado descaro la tradición y la vanguardia y un nombre, Poncio. La taberna Poncio, en la plaza de Santa María la Blanca, es uno de esos bares que parece haber estado ahí siempre. De hecho no es casualidad que ya 15 años atrás, un Poncio trianero dejara con la boca abierta, para después convertirse en un Poncio en La Cartuja y finalmente mudarse a su casa definitiva en el centro de la ciudad. Llegaba, pues, con el prólogo bien aprendido, casi con ganas de recitarlo de memoria,  un local con solera en sus órganos, fama en su operativa y una localización que, si bien puede que sea de las mejores posibles en la ciudad (excepto por el tema aparcamiento), también daba cuenta de los probables excesos, tanto en forma como en contenido. Ya era hora de comenzar y así, me hice con el interior del local, amplio y bien compartimentado en zonas, sobrio, tenue y con el prometedor silencio que antecede a las experiencias de buena contemplación. Una vez más, las primeras impresiones haciendo su trabajo, el flechazo, La indiferencia o la curvatura de la ceja, en fin, en este caso, continuaba el optimismo. Sentado en una cómoda esquina, con buen paisaje a la vista,  respetuosos vecinos y una discreta banda sonora de fuegos y cacharros a la vera, disloqué el orden natural y pedí el menú degustación grande antes de reflexionar sobre todo aquello. Y después reflexioné, mientras esperaba la colección de maravillas (adiós intriga), así como yo reflexiono, es decir, a base de laberintos, y esa reflexión me llevó a hacer dos cosas: 1) buscar la estrella michelín en las paredes como se busca a Wally. 2)  lo más peligroso del mundo, engordar la ilusión hasta cerca del estallido.

Mi pedido: Menú degustación grande consistente en 5 entrantes/snacks, 4 platos y 2 postres. A parte, copa de vino blanco denominación de Cantabria “Micaela”, copa de tinto Ribera del Duero, “Viña Pedrosa”, crianza de 2009, botella de agua y café.      

Voy a comentar los platos someramente y por bloques, porque una cosa es comentar  5 historias y otra es escribir sobre 11 y, en fin, asi también os echo un capote, queridos dos únicos lectores…




. Pan de Zanahoria con jamón.




. Ensaladilla de pulpo.


. Paté ibérico con sorbete de naranja amarga.



. Croquetas de cola de toro y Chips de tortilla de camarones.
   

¿Snacks?, quiero decir, 5 bocados de esta envergadura, con esta cantidad de detalles, de esta proporción, en fin, ¿snacks?. Para los que condenan la alta cocina por la escasez de las raciones, ya ven, termino el primer capítulo con una sensación de plenitud in crescendo. Uno por uno, los entrantes resultan versiones filarmónicas de canciones populares, interpretadas con el respeto que infunde lo que se hereda con fortuna y replanteadas desde una mirada que parece no dejar nunca de lado el lugar de donde viene. Y todo nos suena familiar de algún modo, un montadito de pan de zanahoria con un jamón que hace llorar, una cremosa ensaladilla que sustenta con textura los potentes recuerdos de pulpo a feira, una galleta de paté ibérico con el recurrente acierto del contraste dulce y un curioso bodegón de tortillas de camarones y cocletas,digo, croquetazas de cola de toro, que remata el primer asalto con la sorprendente fritura. Así, sin aviso, el chef nos acaba de dar un paseo por cualquier finde de nuestra vida, regalándonos la posibilidad de redescubrir, como se hace a veces y sólo a veces por las calles que uno se conoce mejor que sus arrugas: pan con jamón para desayunar, tapita de ensaladilla pre-almuerzo, galleta para los que todavía merendamos, y para la noche, un cartuchito de fritura de la buena para acompañar un paseo por el río. ¿Y todavía hay quien desprecia las buenas tradiciones?.    

Segundo Round, nos ponemos serios.




. Salmorejo de remolacha con polvo de queso y mojama de Isla Cristina.




. Arroz meloso de choco en su tinta.



. Sashimi de buey con aceite de romero y salsa de limón marroquí.



. Carrillada ibérica al oloroso con ajo colorao y ajonjolí.


Qué decir cuando lo que se desliza delante de ti es una suerte de antología gastronómica cuyas extremidades están dispuestas en base a un increíble diálogo entre sabores que recuerdan y sabores que evocan. Cada plato arroja un alud de sensaciones familiares, de sabores cercanos. Cada plato agita la imaginación y el estímulo con rincones llenos de sorpresa. Tradición amplificada, como enterarte qué sabor subyace debajo del suelo. Pocos comentarios de pretensión técnica le cabe a esta vivencia, porque al fin y al cabo esta noche es una noche de cosas que erizan la piel (ya nos hemos dado cuenta). Denso salmorejo de remolacha que sabe a tierra y mojama que sabe a lonja virtuosa. Arroz cremoso de choco, especialidad del chef por una tonelada de motivos, punto perfecto y sabor de otro planeta. Sashimi de buey de corte preciso y aderezos dulzones aunque resultado compensado. Y para finalizar una jugosísima carrillada, que conservando el aire de la típica tapa, se amplia a través del uso de las especias con tonos próximos a la gastronomía árabe.  


Desenlace previsible.




. Torrija caliente al moscatel con crema de canela y espuma de brandy al Jerez.




. Rosa de miel con mousse de queso y arándanos del Coto.





. Mignardices. (petit fours).


Mismo sistema, elaboraciones tradicionales enviadas hacia las alturas por la impronta del artista. No se pierde fuelle, la maquinaria funciona a todo rendimiento hasta el último aliento y eso se plasma en la calidez y complejidad del apartado dulce. Concluye poco a poco el tiempo en Poncio y uno se esfuerza en no dejar ni rastro de petit fours sobre la mesa, aunque la barriga dicte que ya es suficiente. Concluye la historia de hoy, melancólica en cierta manera, desde luego memorable. Y al final, uno se marcha masticando una revelación construída a través de 11 capítulos:  ¿a qué sabe el buen folklore?.

La taberna Poncio es estilazo y carne de millón de premios; alta cocina sin parafernalia, comprometida y con buena memoria. Todo en el lugar respira comodidad y buen hacer, desde el inmejorable trato del servicio hasta la excelente oferta gastronómica. Todo en Poncio es exacto: la narrativa, los tiempos, las características climáticas y así, a base de detalles se fragua el satisfactorio resultado.
La taberna Poncio se disfruta y se descubre; y en ella se devuelve el piropo, haciendo descubrir o redescubrir a quien la pisa, lo que muchas veces se da por sentado o se somete a la sumaria e injusta crítica.
¿A qué sabe el buen folklore?. La respuesta anda muy cerca.

5 entrantes, 4 platos y 2 postres, más 2 copas de vino, agua y café: 47 euros.

Poncio Taberna. C/Ximenez de Enciso nº 33. Sevilla.

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