domingo, 28 de diciembre de 2014

LAS DELICIAS. VEJER DE LA FRONTERA

Stendhal, supongo...


El verano ha muerto; por fin hunde sus escuetas pieles en la feliz caducidad, dura, firme, apretada con inquina, como si respondiese a la extremidad de algún asunto personal. Si yo estuviese detrás de este espectacular ajuste de cuentas, tengo claro que más sangre haría de él, más violencia le cocinaría, más calor, como es de su gusto, hasta quemar; será porque el verano siempre me ha parecido la quintaesencia temporal de la simpleza, del gobierno del tonteo, de lo vago y lo barato. Será que en mi ciudad hace un media de 43 grados al día y que, por lógica, la vida en ella sufre una mutilación de la actividad. Ayuda sin ser sine quanon, ni en pedo me perdería la diversión del puñal en la carne del equinoccial asesinado. Muere el verano y a mi me parece haber consumido una década de mi vida en él; y se apaga de a poquito, gritón, exagerado, de tal forma que en el último octubre todavía se le oye de cerca, retumbando gordo. Sangra el verano recuerdos, muere sangrando como se hace por derecho, como en las pelis de serie B,  agua rojísima, recuerdos insalvables y sólo un consuelo codificado en calendario y venganza.

Aceptando la premisa de que no hay nostalgia posible tras un rencor en bucle, veo aliviado aligerarse la culpa como un globo pinchado, y tan solo planeo un discreto contraataque (discreto a discreción), ahora que el hielo puebla mis excitados lunares. Introduciré cada sudoroso ayer en una magnífica fábrica de papilla que yo mismo construí años atrás, así como el negativo de aquel utilísimo palacio mental donde viven los sabuesos, en mi caso, una gloriosa dentadura que destroza el pasado a gusto del consumidor. Justo al final de la carcajada, me gano un angulito más de la puerta del cielo y salvo unos cuantos recuerdos que tienen cara, color y nombre; a ver… cuál de ellos es aquel que luce cima como vestido para partirla, y además tiene en su barriga un fuego que huele a leguas: le llaman Vejer de la Frontera, y entre sus calles, Las Delicias.

Si Vejer es punzón avieso en la piel del recién llegado, de esos que se aproximan lentos pero no por ello son menos acojonantes, Las Delicias es en su inevitable humildad, un fiel portavoz del espíritu de su poderoso tutor. Y poco debate cabe tras el primer corte en la dermis; qué se le va a enmendar a uno de los pueblos más espectaculares del globo, y por ende, qué a su prole. A la vera del mirador que vigila la vasta costa gaditana, el restaurante vigila la calle dejando entrever mínimamente el espíritu que más allá circundan sus huesos. Los palés adornados como trozos de paredes de madera flotando en un escenario invisible, abren la puerta a un interior que parece simplemente mentira. Sorpresa, muere lo ancestral musicado por el último techno berlinés, y hunde su preciosismo en el salvaje desliz hacia el estómago de la bestia, una Metrópolis enjaulada, hambrienta de caras desencajadas, moviéndose eléctrica, expandiéndose como el gas en la cueva. Las Delicias es una broma formal (de finísimo humor), un tremendo trampantojo dibujado como una escenografía, con su incuestionable verdad, y su inevitable carácter irónico. Después de tamaño shock estético, todo lo sensible del cuerpo se pone a currar, expectante y peligroso (por tanto); se acaba de inaugurar la ansiedad del día. Me siento, huelo el aire impregnado de madera, de metal y de tela, recuerdo una tarde de niñato con mi familia en la Expo 92, y al fin, pido comida.

Mi pedido: 3 platos y un postre (en esta ocasión a compartir). De beber, vino blanco Rueda, “Laurier”, vino tinto  de la tierra de Cádiz “Entrechuelos”, botella de agua y café.






. Ensalada de bacalao. Comienzo el vértigo con una vieja amiga, que más o menos siempre tiene la misma cara y regala la misma expresión. Es prueba de cautela o de puro miedo, como encarte, pero, en fin, hace tiempo ya que el salto al vacío se convirtió en monopolio de descerebrados de otras edades (yo prefiero el bonzo). Pues eso, ensalada de bacalao, ¿espero caerme de culo?, quizás no, de la misma manera que tampoco esperaba encontrarme el Soho en el interior de un restaurante de Vejer. Efectivamente no me caigo de culo, de hecho me encuentro a esa vieja conocida que luce bombilla de bajo consumo (a lo sumo) con un poco de cosmética. El cítrico es el polvo mágico que da lustre a nuestro prólogo, nada nuevo, eso lo sé hasta yo, bacalao + naranja igual a un “joder” efímero. Qué le cabe a un plato como este, pues desde un “hay algo templado que no sé qué es”, hasta un “¿lleva gomitas?”, cualquier cosa para hacer de nuestra vieja amiga algo más que un fútil maquillaje.






. Ragú de retinto. Que sentimos vértigo es verdad, que no siempre hay un síndrome de Stendhal detrás también. Para averiguar hasta qué punto la pérdida de equilibrio es fruto del viaje interestelar o dolencia doméstica de viejas, seguimos la investigación con un plato cuya razón es la espectacular carne de una especie oriunda de ternera. Equivocarse con un plato así, no sólo es una putada sino que es un atentado. Afortunadamente vence la lógica y no encontramos con el primer acierto de la tarde. Si algún pero hemos de poner son las patatas fritas sobre los ricos pedazos de carne, que no son de bolsa (creo), aunque lo parezcan, pero que en algo deslucen el brillo, el color y la forma de una elaboración sencilla (pero que no necesita más). Entonces, emplatado un tanto basto, sabor intenso y elaboración sencilla. Buscamos el sabor, y lo encontramos.



  



. Albondigones de atún de almadraba. Hay algo que sabe hacer muy bien el equipo gastronómico de Las Delicias, y es estar en un lugar con tan buena materia prima y saberla aprovechar. Lo que no sé es si la destreza es adquirida por vocación o por temor a represalias. El último plato salado que pido vuelve a ser un “all in” (ya me he animado), a la carta del restaurante. Claro que  el protagonista del plato es el otro patriarca de la gastronomía gaditana, el atún (escalera de color). En este caso, el atún es presentado en forma de par de albóndigas gigantes sobre una cama de queso gratinado. De la estética del plato no sabría si obviar o subrayar el recuerdo obsceno, (ea, decidido). Del planteamiento destacar el riesgo, con más fuerza que antes, incluso, de cargarse un pescado de la rehostia con una mala idea. Del sabor darle el privilegio de salvarle el culo al cocinero. No sé si quedo convencido con los albondigones, sé que me convence el atún, qué parte del mérito es de la casa y qué del mar, es otra cuestión.





. Templado de chocolate. El postre, a menudo el iceberg, a menudo el salvavidas de  la experiencia. Helado, chocolate, confitura, tierra, texturas, temperaturas, estética, todo ello concreto, ordenado y generoso en un final que firma con poderío. La guinda del pastel es más sofisticada que el pastel, como una fruta de bosque nórdico coronando un pastel de cumpleaños de Bob Esponja. Tampoco seamos malos, la comida previa no ha sido una caricatura ni este brownie tuneado es Paco Torreblanca. El postre es goloso sin exceso, los diferentes matices evitan el posible aburrimiento y la cantidad es más que suficiente. Terminamos con satisfacción un viaje con curvas y cambios pronunciados de rasante, en el que se comenzó por sorpresa y se termina con alguna que otra suspicacia.


Incierto el territorio del asombro, sus maneras, su calado, su repente (y su potencial detonador). Peligroso si te crees que eso de arder es solo negocio de las ollas y de la leña, muy peligroso si en verdad lo que se busca no es reir flojo sino pintar las paredes con los adentros. Un arado de explosivo no es una jodida ludoteca, no me toquen las palmas señores palmeros, no lo hagan si no quieren que me arranque a bailar como un derviche puesto hasta las cejas. Así como Florencia arrebató hasta el vómito un bonito día, Vejer hirió la calma, un verano de asco (como siempre), y su portavoz gastronómico por casualidad, prometió con un packaging de museo urbano. Lo que vino después fue un esfuerzo multidireccional, del comensal cabrón hacia la aceptable comida, y del sobrepasado equipo de cocina hacia el petulante glotón. Al final del movimiento reinó el silencio, restrospectivo, el no saber hasta qué punto la promesa fue cumplida, o hasta qué punto el regalo de la fiebre fue una hipérbole. Las Delicias es un maravilloso atractivo arquitectónico, un refresco en la retina cansada de típicos, una fantástica obra del buen diseñar, del buen plantear y... joder, sí, del buen comer. Lo que pasa es que tampoco se puede solicitar, ni amable, ni violento, al olmo naranjas (por variar), y eso de conceder premios sin candidatura es una mierda, por lo general, para las dos partes en acción. Tras el asombro estético, la timidez gastronómica. Tras el arrebato, la resaca. Así clavé los pasos en las callejuelas del pueblo dejando atrás una sensación agridulce que con el tiempo reposaría amable y se convertiría en un bonito bonito recuerdo.

Dos platos, postre, vino y café: 46,50

Las Delicias, calle Corredera nº 31, Vejer de la Frontera. Cádiz

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